La nueva Casa Blanca: cómo la arquitectura revela una disputa por el poder y la memoria
La Casa Blanca vive una de sus transformaciones más controvertidas en décadas. La reciente demolición completa del ala Este —pese a que la administración Trump había asegurado que no ocurriría— y la construcción de un salón de baile de más de 8.000 m² han abierto un intenso debate sobre patrimonio, legitimidad y el rol político de la arquitectura.
Según especialistas, los edificios públicos no son solo estructuras funcionales: son representaciones materiales del poder. “Las ciudades y sus instituciones reflejan el tipo de autoridad y legitimidad que un país busca proyectar”, explica el director de Arquitectura del Campus Creativo UNAB, Fernando Carvajal. Por eso, las decisiones que afectan a un complejo tan emblemático como la Casa Blanca siempre han sido objeto de escrutinio público.
Un proceso sin transparencia institucional
Uno de los principales cuestionamientos apunta a la ausencia de mecanismos participativos. No hubo concurso abierto, bases públicas ni evaluación experta que permitiera comparar proyectos o medir su pertinencia patrimonial. Los arquitectos fueron seleccionados directamente, principalmente por su experiencia en arquitectura clásica y hotelera, y por su cercanía con la trayectoria inmobiliaria de Donald Trump.
A esto se suma la exclusión del National Trust for Historic Preservation, entidad clave en la protección identitaria del país. El organismo no solo quedó fuera del proceso, sino que solicitó públicamente detener las obras luego de constatar la demolición completa del ala Este. Para los especialistas, se trata de una señal preocupante: cuando la institucionalidad patrimonial es marginada, se rompe el equilibrio que permite compatibilizar memoria y modernización.
Financiamiento privado: ¿una obra pública convertida en proyecto personal?
La totalidad de la obra está siendo financiada con aportes privados provenientes de empresas y donantes individuales. Esta decisión vuelve a tensionar la relación entre dinero y política, especialmente cuando se trata de intervenciones en edificios estatales.
“Cuando el financiamiento privado sustituye al público sin contrapesos democráticos, el proyecto deja de ser patrimonio de todos y se transforma en la extensión física del gobernante”, señala el experto.
Un gesto estético con resonancia política
La construcción del nuevo salón de baile no es el único proyecto en marcha. En paralelo, Trump presentó maquetas de un arco monumental que busca levantar junto al río Potomac para conmemorar el 250º aniversario de la independencia. El gesto ha sido interpretado como un intento de reforzar su propio legado político mediante símbolos arquitectónicos de gran escala.
Históricamente, los arcos triunfales han sido usados para consolidar poder: desde Catalina la Grande y Napoleón hasta regímenes del siglo XX que emplearon monumentalidad para construir identidad e ideología. Para algunos observadores, resulta llamativo que, en pleno siglo XXI, estos repertorios simbólicos reaparezcan en Washington.
Un debate que trasciende la arquitectura
La discusión sobre la Casa Blanca es, en realidad, un debate sobre democracia e instituciones. En los países con gobiernos equilibrados, las entidades de conservación patrimonial median entre las aspiraciones de los presidentes y las prácticas que resguardan la memoria colectiva. Cuando esa ecología institucional se altera, la arquitectura pierde su carácter público y se convierte en un proyecto personalista.
La arquitectura del poder no solo expresa la autoridad: también la produce. Por eso, la forma en que se construye —y quién decide sobre ella— termina revelando la manera en que una administración entiende su vínculo con la ciudadanía y con el Estado.
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