Vivimos un tiempo que parece haber extraviado su infancia. Entre la prisa, la productividad, las pantallas y el mandato permanente de “aprender algo”, la niñez se ve desplazada por un discurso que confunde desarrollo con rendimiento y curiosidad con eficiencia. Tal como advierte Carlos Skliar, así “la niñez pierde la posibilidad de hacerse infancia”. Pierde ese espacio donde preguntar no es medir, donde jugar no es entrenarse y donde imaginar no es producir.
La infancia, entendida no como una etapa biográfica sino como una forma de estar en el mundo, se ha vuelto un territorio cercado. La vida de muchos niños está atravesada por exigencias que clausuran su tiempo propio: la desigualdad que obliga a crecer antes de tiempo, la tecnología que silencia la palabra infantil, o la presión por aprender siempre más, siempre más rápido. En ese tránsito, se desvanece aquello que el escritor Michael Ende llamaba la “reserva vital de infancia”: un tiempo de inutilidades fecundas, de conversaciones sin propósito, de inventos, de risas que no buscan utilidad, de detenciones gratuitas que permiten vivir.
Ende lo sabía bien cuando escribía que procuró no convertirse en ese adulto “mutilado, desencantado y banal” que solo confía en los hechos. Creía también que los grandes filósofos no hicieron más que volver una y otra vez sobre las preguntas esenciales de los niños: ¿de dónde vengo?, ¿por qué estoy aquí?, ¿adónde voy? Preguntas que no buscan respuestas cerradas, sino una manera de habitar el misterio. Su lectura de Chagall, esas parejas sobrevolando París, ese carnero que toca el violín, esos ángeles que conversan con mendigos, revela algo decisivo: la infancia no es ingenuidad, sino un modo de mirar lo real con apertura radical. En esa mirada, lo imposible se vuelve plausible porque está narrado desde el tono secreto del “eterno infantil”.
Quizás por eso Walter Kohan entiende la infancia como una imagen discontinua, creadora, que no cabe en definiciones. Una metáfora de lo nuevo, un balbuceo que rehúye la respuesta definitiva. Y Jorge Larrosa, en la misma línea, insiste en cuidar el “alma infantil”, no como nostalgia, sino como la dimensión más profunda y vulnerable que poseemos.
Lo que está en juego entonces no es una idealización romántica, sino la pregunta por un modo de vida posible. La infancia, esa que perdura, esa que no se encierra en la edad, es uno de los pocos territorios donde todavía es posible suspender la lógica del rendimiento y poner en juego maneras más humanas, lentas y sensibles de mirar el mundo.
Quizás el desafío contemporáneo sea precisamente este: proteger la infancia no solo de las niñas y los niños, sino también la nuestra, antes de que la aceleración y la utilidad lo ocupen todo. Recuperar esa reserva perdida que permite que la vida aún pueda sorprenderse, preguntar, detenerse y, de vez en cuando, volver a danzar sin miedo a que alguien nos pregunte cómo movemos cada uno de nuestros pasos
Carmen Gloria Garrido, directora de Educación UNAB
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