En muchos colegios y escuelas del país se ha vuelto costumbre organizar charlas para padres donde especialistas advierten sobre los “peligros de internet”. A través de imágenes impactantes, testimonios de alto impacto emocional o ejemplos extremos, se busca generar conciencia sobre lo que podría pasarles a los hijos si pasan demasiado tiempo frente a una pantalla. El mensaje central es claro: “internet es una amenaza, y la solución es restringirlo al máximo”.
La intención, sin duda, es proteger. Pero el enfoque —centrado en el miedo— merece una revisión crítica. Porque educar desde el temor no enseña, solo paraliza. Y porque el fenómeno que se está produciendo va más allá de la prevención: muchos padres han entrado en una competencia silenciosa por demostrar quién tiene mayor control sobre sus hijos, como si restringir más equivaliera a criar mejor.
El problema de fondo es que este discurso no se sostiene en la evidencia científica. Diversos estudios, como los de UNICEF y la American Psychological Association, coinciden en que no es el acceso a internet lo que daña, sino el uso que se hace de él, el acompañamiento que existe y las habilidades críticas que se desarrollan. Cuando las charlas se limitan a mostrar lo peor del mundo digital sin ofrecer herramientas de orientación, el efecto no es educativo, sino ansiógeno. Se genera angustia parental y culpa, pero no aprendizaje.
A esto se suma una especie de “competencia moral” entre adultos: padres que se comparan, que miden su eficacia educativa según cuántos minutos permiten frente a una pantalla o cuántas redes bloquean en casa. Esta lógica puede alimentar más el ego que el vínculo familiar. Criar desde la comparación o la censura extrema no fortalece la autonomía de los niños; solo produce distancia, desconfianza y silencio.
La investigación psicológica es clara: los mensajes basados en el miedo funcionan solo cuando van acompañados de estrategias de eficacia y acompañamiento. Es decir, si a la advertencia le sigue una orientación concreta y comprensible: cómo actuar, cómo hablar con los hijos, cómo enseñarles a discernir. Si no, el miedo se transforma en negación o evitación. En la práctica, padres que prefieren no hablar del tema y niños que aprenden a esconder lo que hacen en línea.
Internet, como cualquier herramienta humana, combina riesgos y oportunidades. Demonizarlo no lo vuelve más seguro; solo vuelve más vulnerables a quienes no aprenden a navegarlo. La verdadera prevención está en la alfabetización digital, en el diálogo familiar, en enseñar pensamiento crítico y empatía online, no en prohibir desde el pánico.
Educar no es asustar, ni competir. Educar es acompañar con criterio, enseñar con confianza, y sobre todo, modelar con el ejemplo. Los niños no aprenden a usar internet viendo charlas de advertencia, sino observando cómo los adultos lo usan con responsabilidad, respeto y equilibrio.
Porque, finalmente, no se educa desde el miedo, sino desde la comprensión. Y el mejor control parental no es el que bloquea, sino el que guía.
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