Por Juan Pablo Catalán, académico de Educación UNAB.
El 2025 se va sin ruido. No se despide con grandes celebraciones ni con la sensación de misión cumplida. En educación, este ha sido un año pesado, de esos que se sienten en el cuerpo y no solo en los informes. Un año que deja cansancio, pero también señales que no conviene ignorar. Porque cuando el calendario se acaba, la escuela no se detiene: sigue latiendo en cada sala de clases, en cada profesor que insiste, aun cuando el contexto parece empujar en sentido contrario.
Sería injusto negar que hubo avances. Durante este año la educación volvió a ocupar un lugar en la discusión pública. Se habló con mayor claridad de convivencia escolar, de salud mental, de primera infancia y de brechas de aprendizaje que ya no pueden seguir tratándose como una consecuencia pasajera de la pandemia. También se comenzó a instalar —tímidamente— la idea de que la calidad educativa no se juega solo en pruebas estandarizadas, sino en la experiencia cotidiana de enseñar y aprender. No es poco en un sistema que durante años confundió control con mejora.
Sin embargo, el 2025 también dejó al descubierto una verdad incómoda: seguimos exigiendo demasiado a las escuelas sin cambiar las condiciones que las asfixian. La violencia escolar, el agobio docente, la sobrecarga administrativa y la desconfianza estructural hacia el profesorado no desaparecieron. Se maquillaron con programas, protocolos y discursos bien intencionados, pero el fondo permanece intacto. Y cuando el fondo no cambia, el desgaste se acumula.
Chile inicia un nuevo período presidencial y, con ello, una nueva etapa para las políticas públicas en educación. La tentación de comenzar de cero vuelve a aparecer, como si cada gobierno pudiera reinventar el sistema a su antojo. La evidencia internacional ha sido clara y persistente. Organismos como la UNESCO y la OCDE coinciden en que los sistemas educativos que avanzan lo hacen cuando aseguran equidad, fortalecen la educación inicial, se enfocan en aprendizajes profundos e invierten de manera sostenida en sus docentes. No es una consigna ideológica; es una constatación empírica.
Aquí está, quizás, el mayor pendiente que deja el 2025. En Chile se pide a los profesores que innoven, que contengan emocionalmente, que mejoren resultados, que integren tecnologías y que respondan a una sociedad cada vez más demandante. Pero se les ofrece, muchas veces, precariedad, desconfianza y reformas que cambian más rápido que los tiempos pedagógicos. La investigación es categórica: ningún sistema educativo mejora por sobre la calidad de sus profesores (OECD, 2019). Y ningún profesor puede sostener su vocación si el sistema lo trata como un engranaje reemplazable.
Cerrar el 2025 no debiera ser solo un acto administrativo. Debiera ser un ejercicio de honestidad colectiva. Para quienes trabajamos en educación, el 2026 exige menos épica y más coherencia; menos slogans y más condiciones reales para enseñar; menos sospecha y más confianza profesional. La educación no se transforma desde la urgencia política, sino desde la constancia pedagógica.
Porque, al final, el sistema educativo no se sostiene en leyes ni en discursos. Se sostiene en profesores reales, con nombre y biografía, que abren la sala cada mañana incluso cuando el cansancio pesa más que la esperanza. Reconocerlos como el actor principal no es retórica de fin de año: es la única decisión sensata si de verdad queremos que la educación chilena deje de resistir y comience, por fin, a transformarse.
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