Por Juan Pablo Catalán, académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales UNAB.
Entre 2016 y 2025 cerraron 460 programas regulares de pedagogía en Chile. Un reciente informe del Centro de Estudios del Mineduc confirma una realidad incómoda: cada año se reduce la oferta de formación docente, mientras las aulas escolares claman por profesores que no llegan. Para algunos, era esperable; la Ley 20.903 impuso requisitos de calidad que muchas instituciones no cumplían. Para otros, el problema está en que los altos puntajes de ingreso vaciaron las vacantes. ¿De qué sirve subir la vara si no hay manos para sostener el futuro?
Desde 2016 hemos vivido un debate que se repite como un eco: cada vez que se acerca la aplicación plena de los requisitos de ingreso, se posterga. Ocurrió en 2019, 2022, 2023 y ahora en 2025. La pregunta es inevitable: ¿estamos discutiendo sobre el síntoma o sobre la enfermedad?
La crisis es más profunda. Según la OCDE (2022), la docencia vive una paradoja: se exige excelencia, pero no se garantiza atractivo. En Chile, los profesores enfrentan sobrecarga administrativa, sueldos aún por debajo de la media profesional y un prestigio social en declive (Superintendencia de Educación, 2024). La UNESCO (2023) lo ha advertido: sin condiciones dignas, la profesión docente deja de convocar a los mejores talentos.
El problema tampoco es nuevo. Desde los años 80, la oferta de pedagogías creció al ritmo del mercado y no de un proyecto país. Pasamos de 27 mil matriculados en 1990 a 146 mil en 2012, para luego caer a menos de 120 mil en 2025. Las universidades privadas no CRUCH fueron las más golpeadas, reduciendo sus programas a niveles de hace dos décadas. La OEI (2023) lo resume con claridad: la desregulación y la ausencia de políticas coherentes han debilitado la confianza en la formación inicial docente.
Hoy la urgencia exige creatividad y decisión. No basta con discutir puntajes. Necesitamos programas de detección temprana de talentos pedagógicos que reconozcan a jóvenes scout, catequistas o líderes comunitarios, invitándolos a transformar su vocación social en vocación docente. Y, al mismo tiempo, urge impulsar programas de prosecución de estudios que permitan a profesionales de otras áreas licenciarse o especializarse en pedagogía en 1,5 o 2 años, para insertarse en la cultura escolar con las herramientas necesarias. ¿Por qué desaprovechar a quienes ya poseen conocimientos disciplinares y solo requieren un puente pedagógico para enseñar?
Pero incluso eso será insuficiente si no repensamos la carrera profesional docente. La OCDE ha mostrado que los países que logran atraer a los mejores no solo seleccionan bien, sino que ofrecen trayectorias de desarrollo y remuneraciones comparables a otras profesiones. En Chile seguimos esperando ese salto cualitativo: ¿cuándo entenderemos que sin dignidad docente no habrá calidad educativa posible?
Chile enfrenta una encrucijada. O seguimos atrapados en discusiones parciales, o nos atrevemos a construir una política docente integral: con captación temprana, caminos alternativos de formación y una carrera que devuelva a los profesores el prestigio que nunca debieron perder. La UNESCO lo ha recordado una y otra vez: no hay sistema educativo de calidad sin docentes de calidad.
Y entonces la pregunta final se vuelve brutal: ¿seremos capaces de atraer a los mejores para que guíen a las nuevas generaciones, o resignaremos a nuestros niños a crecer en aulas cada vez más vacías?
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