Relojes contra rutinas: el verdadero impacto del cambio de hora en la escuela

imagePor: Dr. Jaime Fauré, académico de Psicopedagogía de la Universidad Andrés Bello, Chile

Cada vez que ocurre el cambio de hora en Chile, se reabre el debate sobre sus posibles consecuencias. En la prensa abundan titulares sobre los riesgos para la salud, la alteración de los ritmos circadianos y la fatiga que provoca en niños, niñas y jóvenes. Se habla, incluso, de un deterioro en el rendimiento escolar. Sin embargo, conviene detenerse y observar el problema desde otro ángulo: el cambio de hora no afecta directamente los procesos de aprendizaje en sí mismos, sino las prácticas cotidianas que los sostienen.

En otras palabras, no es la mente la que se desordena, sino la rutina. Y cuando la rutina tambalea, inevitablemente tambalean las condiciones en las que se produce el aprendizaje.

Pensemos en un lunes cualquiera después del ajuste horario. Los estudiantes deben levantarse a una hora que, según el reloj, es la misma de siempre, pero que se siente distinta en el cuerpo. Puede amanecer más oscuro o más claro, el transporte escolar puede demorar más, las familias deben ajustar sus tiempos de desayuno y de salida. Esa pequeña desincronización no genera por sí sola un déficit cognitivo, pero sí impacta en la manera en que se llega al aula: con más cansancio, menos energía, más apuro. El aprendizaje no falla porque el cerebro funcione distinto, sino porque se ha roto el equilibrio de los hábitos que permiten que ese cerebro trabaje en condiciones óptimas.

La escuela, en este sentido, es un espacio particularmente vulnerable a estos cambios. Sus horarios rígidos —entrada a las 8:00, recreo a las 10:15, almuerzo a las 13:00— se vuelven un corsé que no siempre conversa bien con el nuevo ritmo del entorno. Un recreo a media mañana puede caer demasiado temprano para quienes aún sienten que recién despertaron, o una clase a primera hora puede parecer interminable si el cuerpo aún no termina de ajustarse. No hablamos de una crisis neurológica, sino de una tensión entre los relojes biológicos, los relojes sociales y los relojes institucionales.

Este desfase es especialmente notorio en los más pequeños, para quienes las rutinas son clave en la construcción de seguridad y bienestar. Un niño de primero básico que se duerme un poco más tarde o que se levanta con más sueño no necesariamente olvida lo que aprendió, pero puede tener más dificultades para concentrarse, participar o relacionarse con sus compañeros. La energía disponible para aprender no se esfuma, simplemente se dispersa en lidiar con un entorno que se siente extraño.

En los adolescentes el fenómeno tiene otro matiz. Sabemos que en esta etapa los ritmos circadianos ya tienden a atrasarse de manera natural: los jóvenes suelen dormirse más tarde y tener más dificultad para madrugar. Un cambio de hora que los obligue a levantarse “más temprano” puede profundizar ese desfase y aumentar la sensación de fatiga matinal. Otra vez, no porque su capacidad de aprender haya disminuido, sino porque el cuerpo y la vida diaria entran en desajuste.

¿Qué hacer, entonces? Tal vez la respuesta esté menos en discutir si debemos mantener o no el cambio de hora, y más en cómo acompañamos a niños, niñas y jóvenes en ese proceso de adaptación. El verdadero desafío no es evitar que el reloj se mueva, sino reorganizar las prácticas cotidianas para que la rutina se resienta lo menos posible.

Pequeños gestos pueden marcar la diferencia: anticipar el cambio en casa con ajustes graduales en la hora de dormir, flexibilizar los primeros días las exigencias de puntualidad estricta, privilegiar actividades de activación física en las primeras horas de clase, o incluso revisar los horarios de evaluaciones importantes para que no coincidan con la semana de mayor desajuste.

En lugar de ver el cambio de hora como un enemigo del aprendizaje, podríamos verlo como un recordatorio de la importancia de la organización del tiempo en la vida escolar. Nos obliga a reconocer que aprender no es un acto aislado de la mente, sino un proceso profundamente situado en rutinas, contextos y prácticas. El reloj cambia una hora, pero lo que realmente nos desafía es cómo esa hora repercute en lo que hacemos con nuestros días.

Y tal vez aquí haya una invitación mayor. Si un simple cambio de hora ya pone en tensión la vida escolar, ¿no será hora de preguntarnos si los horarios rígidos de la escuela responden realmente a los ritmos de quienes aprenden? Quizá el debate no deba centrarse solo en si movemos o no el reloj dos veces al año, sino en cómo construimos rutinas educativas más flexibles, humanas y sintonizadas con la vida. El cambio de hora pasará, pero la pregunta por los tiempos de la escuela seguirá ahí, esperando una respuesta.

Be the first to comment

Leave a Reply

Your email address will not be published.


*