Mucho se ha hablado y escrito sobre la corrupción. Libros, artículos, columnas, etc., dan cuenta de los riesgos que ella genera para la democracia y su legitimidad, la economía y los derechos humanos. A pesar de lo anterior, y aunque todos los actores políticos y civiles (incluso los corruptos) expresan su repudio a ella, siguen produciéndose eventos de corrupción que erosionan seriamente a los sistemas democráticos.
La corrupción ha existido siempre y seguirá estando presente, pero ello no es una justificación aceptable para renunciar a combatirla con todas las fuerzas y herramientas del Estado de Derecho. Algo así sucede con las enfermedades, las que, si bien nunca serán erradicadas, la humanidad seguirá incansablemente buscando medicamentos y tratamientos para enfrentarlas.
En medio del Caso Fundaciones, el Gobierno presentó la Comisión de Expertos para la Probidad y Transparencia en Corporaciones y Fundaciones, organismo integrado por destacadas personalidades del quehacer nacional y que tiene como objetivo principal hacer propuestas que permitan mejorar las relaciones entre las fundaciones de la sociedad civil y el Estado.
Sin duda una valiosa iniciativa. Sin embargo, con toda seguridad las propuestas que emanarán de esta Comisión no distarán mucho de lo que los especialistas y el sentido común claman a gritos desde hace muchos años. En esta línea, algunos mecanismos que me parecen efectivos para hacer frente al flagelo de la corrupción son: Reducir los ámbitos de discrecionalidad en la toma de decisiones en la Administración Pública. En efecto, el caso Fundaciones está marcado por convenios firmados mediante un trato directo, designando recursos prácticamente “a dedo” entre amigos y correligionarios. De esta manera, los convenios suscritos bajo esta modalidad deben ser los mínimos, y en aquellos casos en que sea necesario usar este sistema debe existir una robusta justificación que descanse exclusivamente en la satisfacción del interés general.
Se debe fomentar la transparencia y el control. Cada vez que un particular reciba fondos públicos para prestar servicios públicos en forma directa o indirecta, debe estar sometido al principio de transparencia, tal como lo está la administración del Estado. La transparencia permitirá que el control sobre estos entes provenga no solo de órganos estatales, sino que también desde la ciudadanía y la prensa. Debe existir una estricta fiscalización sobre el destino de cada peso público que sea utilizado por los órganos del Estado y los privados, así como se debe verificar que los servicios prometidos se ejecutaron en forma eficiente y oportuna. Quienes no cumplan con esta exigencia no pueden nunca más recibir fondos públicos.
El Estado debe implementar un sistema de control estricto y riguroso a las municipalidades que minimice el mal uso de los recursos y los abusos. Incluso, desde un punto de vista político podría discutirse en el marco del proceso constituyente la consagración de la revocación popular en el ámbito comunal.
Finalmente, considero que debe existir una señal política y jurídica contundente respecto de los funcionarios públicos y políticos que cometan actos de corrupción. Esta señal se llama “ostracismo”, es decir, quien es condenado por corrupción no puede nunca más volver a desempeñar un cargo público pues ha quebrado la confianza que la ciudadanía a depositado en esa persona. La función pública implica ejercer poder, el poder corrompe, por lo que la reacción de las sociedades democráticas frente a este tipo de actuaciones debe ser drástica. Es el precio que se debe pagar por traicionar la confianza ciudadana.
Dr. Jorge Astudillo Muñoz, académico de Derecho UNAB, Sede Viña del Mar.
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