Dr. José Navarrete Oyarce, Director Magíster en Tributación, Universidad Andrés Bello, Concepción.
Usualmente, el término accountability se traduce como “rendición de cuentas”. A pesar de que no tiene una traducción literal al español, la mayoría de las personas lo asocia con la obligación de rendir cuentas frente a alguien. Sin embargo, el término original, tiene un significado un poco más profundo y se asocia a la idea de reportar cómo se ha utilizado la autoridad conferida, por tanto, es de pleno uso en el sector público. Esto, toda vez que, cada uno de nosotros, los votantes, otorgamos poder a nuestros gobernantes, sobre el cual, teóricamente, debería existir transparencia.
A propósito de los últimos escándalos, por todos conocidos, sobre el uso inadecuando de recursos públicos, el objetivo de esta columna es reflexionar sobre la obligación que el Estado tiene de informar sus acciones a la ciudadanía.
Muchos siglos han pasado ya desde la frase atribuida a Luis XVI: “el Estado soy yo”, que implícitamente centraba el poder en una sola persona, en este caso, en el monarca. Actualmente, las democracias modernas entienden que el poder debe tener ciertos equilibrios, por una parte, y que la transparencia y la probidad son elementos vitales en todo gobierno.
Desde la mirada del mundo privado, por ejemplo, las empresas que cotizan en la Bolsa de Valores tienen que cumplir una serie de requisitos que promueven la transparencia de sus acciones, tales como la publicación de sus estados contables, la emisión de memorias e informar todos los hechos esenciales que pudiesen tener cierta repercusión en el mercado. Estas obligaciones tienen por objetivo dotar de información a los inversionistas, vale decir a los dueños, con un foco en el accionista minoritario, que está alejado de las reuniones de directorio y, por ende, no tiene mayor injerencia en las decisiones que se tomen. A pesar de ello, si tiene derecho a estar enterado de las decisiones y eventualmente, premiarlas comprando más acciones o castigarla, vendiendo.
Desde el punto de vista del sector público, existe la misma obligación de rendición de cuentas, puesto que el aparato estatal se financia con los impuestos que todos pagamos y sus “gerentes” y “directorios” se eligen a través de las votaciones. Desde ese punto de vista, los políticos en general, sin importar el sector al que pertenezcan, tienen una obligación mayor de probidad que un empleado privado, puesto que muchos de ellos están sujetos a plazos específicos, a diferencia de un gerente del sector privado, que si tiene una mala gestión es despedido.
Independiente del sector o partido político, los servidores públicos deben tener claro que su misión es actuar siempre con probidad, cautelando el buen uso de los recursos y, como se dice en el mundo privado, “generar valor”, en este caso, para sus accionistas, que somos todos los ciudadanos.
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