Arquitecto y desarrollador inmobiliario
Docente de las carreras del área Ingeniería en IP-CFT Santo Tomás Rancagua
Durante muchos años, el centro de Rancagua fue algo más que un punto en el mapa. Fue el lugar donde la ciudad se reconocía a sí misma como el espacio del poder cívico, del comercio cotidiano, del encuentro social y de la memoria colectiva. Hoy, sin embargo, ese centro fundacional, con una fuerte carga histórica (identificable en torno a la Plaza de los Héroes y el Paseo Estado) parece quedar suspendido en una extraña ambigüedad: sigue siendo simbólicamente central, pero cada vez menos decisivo en la vida urbana real.
Este fenómeno no es exclusivo de nuestra comuna, sino que responde a una transformación estructural del modelo urbano contemporáneo, en el que la ciudad deja de ordenarse y organizarse en torno a un único centro para fragmentarse en múltiples polos funcionales. El problema no es la aparición de nuevos centros urbanos, sino la pérdida de sentido urbano del centro histórico, que queda atrapado entre la nostalgia de un centro tradicional que enfrenta restricciones normativas, vaciamiento residencial, migración comercial y una progresiva homogeneización de usos de bajo valor urbano. Se transforma así en un espacio de trámite y paso, activo solo en horarios laborales y cada vez más distante de la vida cotidiana de la ciudad.
Es natural que el mercado inmobiliario y los polos comerciales se expandan hacia la periferia, ofreciendo mixturas de usos, facilidades de estacionamiento, áreas verdes y una imagen de modernidad que contrasta con lo que actualmente plantean los centros cívicos.
Rancagua es un caso particularmente elocuente. Su estructura fundacional sigue siendo clara, legible y potente. El damero histórico no ha sido destruido ni borrado por el crecimiento urbano, pero sí ha sido funcionalmente debilitado. El notorio abandono de edificios comerciales, el incremento en la vacancia de edificaciones originalmente destinadas a viviendas con fachadas continuas y el desplazamiento de la residencia han dado paso a un comercio que responde más a la sobrevivencia que a un proyecto urbano.
Es el caso de la vacancia de grandes edificios comerciales, como el ubicado en la esquina del Paseo Independencia con Astorga; la decadencia y subutilización de los edificios caracoles en el Paseo Independencia; y gran parte de las casas abandonadas, con una arquitectura destacable, en calle Cuevas. El centro existe, pero no habita.
Frente a este escenario, la tentación habitual es proteger el centro a través del congelamiento: preservar fachadas, limitar alturas, restringir usos. Sin embargo, esta lógica tiende a confundir patrimonio con desarrollo anquilosado. Un centro histórico que no puede transformarse está condenado a convertirse en escenografía urbana, valiosa para la postal y el discurso, pero irrelevante para la vida urbana.
Volver a habitar el centro
La pregunta clave no es cómo “rescatar” el centro de Rancagua, sino cómo reconvertirlo sin perder identidad ni patrimonio. La respuesta pasa, necesariamente, por devolverle aquello que nunca debió perder: habitantes, mezcla social, usos cotidianos, lugares de trabajo, microbarrios y educación. Sin residentes permanentes no hay comercio local sostenible, no hay espacio público activo, no hay seguridad urbana ni sentido de pertenencia. Hay, en cambio, un centro que se apaga al caer la tarde.
Rehabitar implica densificar con criterio y planificación; permitir vivienda contemporánea y espacios de trabajo, sin explotar las alturas ni las densidades habitacionales. Implica también diversificar su rol cívico: no solo oficinas públicas, sino cultura, educación, servicios sociales y economía local. El centro debe dejar de ser exclusivamente institucional para volver a ser urbano.
Este proceso no ocurrirá por inercia. El mercado, por sí solo, no liderará la transformación del centro histórico, porque sus lógicas de rentabilidad encuentran mejores condiciones en la periferia. Por eso, el rol del Estado local y regional es irreemplazable: definir una visión clara, alinear normativas de planificación e invertir estratégicamente en espacio público y vivienda.
Rancagua no necesita elegir entre su centro y sus nuevas centralidades comunales. Necesita entender que una ciudad madura no se organiza en torno a un único corazón, sino a un sistema de órganos interconectados. Pero para que este sistema funcione, el centro histórico no puede ser un vestigio del pasado: debe ser un espacio vivo y útil para la ciudad contemporánea.
El desafío, entonces, no es conservar el centro tal como fue, sino permitirle volver a latir bajo nuevas formas de uso; limitar las alturas en las periferias del centro, con la posibilidad de una renovación habitacional, haciendo una distinción clara entre alta y baja densidad, y así evitar el sobrestock habitacional que termina transformándose en vivienda temporal de bajo uso.
La transformación del centro de Rancagua no ocurrirá sola ni llegará desde la periferia. Requiere decisión pública, planificación y una voluntad explícita de devolverle complejidad urbana al lugar donde la ciudad se fundó.
Rancagua no enfrenta un problema de falta de suelo, ni de crecimiento, ni de inversión inmobiliaria. Enfrenta un problema de prioridades urbanas. Mientras la ciudad se expande, su centro se vacía; mientras se construye periferia, se abandona patrimonio habitable. Recuperar el centro histórico no significa mirar hacia atrás, sino corregir un desequilibrio que compromete la calidad urbana futura. Un centro sin habitantes no es un centro: es solo un decorado institucional. Y ninguna ciudad puede proyectarse con solidez cuando su corazón se convierte en escenografía.

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