Hace algunos días un reportaje por TV reveló que en Chile cinco personas se suicidan al día, esto nos recuerda con crudeza la magnitud de la crisis de salud mental que enfrentamos, la llamada “pandemia de la salud mental”.
No hablamos de un fenómeno marginal, sino de una realidad estructural: por cada suicidio consumado, existen al menos 20 intentos, y uno de cada tres chilenos reconoce haber vivido un cuadro que afecta su bienestar psicológico.
La salud mental se ha convertido en la principal causa de licencias médicas en el país, golpeando con especial fuerza a niños, adolescentes y jóvenes. Estas cifras no solo están alineadas con las estimaciones nacionales, sino que se condicen con los resultados de investigaciones en las que he participado, en donde encontramos prevalencias alarmantes de ideación suicida (47 %), riesgo suicida moderado a alto (40,9 %) y al menos uno de cada cuatro personas (27,2 %) había intentado suicidarse alguna vez.
Más allá de las cifras, los hallazgos muestran la necesidad de un abordaje integral. Las raíces del problema no están solo en lo individual, sino en un tejido social debilitado: vínculos de confianza frágiles, soledad, hiperconexión digital sin acompañamiento emocional y el estigma que aún silencia las conversaciones sobre sufrimiento y suicidio.
La falta de alfabetización en salud mental y emocional perpetúa el riesgo y dificulta la búsqueda de ayuda, por lo que se requiere con urgencia incorporar la educación socioemocional en el sistema escolar y universitario como estrategia central de prevención, junto con políticas públicas que fortalezcan el presupuesto y el acceso oportuno a la salud mental.
Aunque existen esfuerzos —como la apertura de nuevos COSAM, la línea gratuita *4141 y campañas que promueven la empatía y la psicoeducación— la inversión sigue siendo insuficiente. Hablar del suicidio no incrementa el riesgo; por el contrario, es un factor protector que debe dejar de ser tabú y convertirse en una conversación social, educativa y profesional.
Cada pérdida por suicidio es una herida colectiva, y nuestra responsabilidad ética como investigadores, educadores y sociedad es transformar la salud mental en una prioridad concreta, no en una promesa pendiente.
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