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Voto obligatorio y la falsa amenaza de libertad

Por Benjamín Gajardo, académico de Derecho de la Universidad Andrés Bello.

Adam Przeworski relató cómo los socialistas, que alguna vez soñaron con derrotar a la burguesía en las calles, descubrieron en el voto un arma más eficaz que las barricadas. Ya no eran necesarias las piedras ni la violencia: bastaban los papeles, capaces de transformar la sociedad desde dentro de las instituciones. En su conocida metáfora, las piedras de papel simbolizan el paso de la coacción violenta a un instrumento democrático, pacífico y universal. El voto, así, no se erige únicamente como un procedimiento, sino como la condición misma de la igualdad política.

Hoy, en Chile, el voto vuelve a estar en el centro del debate. Tras años de voluntariedad y de altísimos niveles de abstención, el país reinstaló la obligatoriedad. Pero lo que se discute con mayor intensidad no es el valor del sufragio en sí mismo, sino la sanción que lo acompaña: ¿es legítimo multar a quien no concurre a votar? ¿No constituye acaso una afectación directa a la libertad individual? En cada ciclo electoral, estas preguntas resurgen con fuerza, como si el principio democrático se encontrara siempre bajo sospecha. En lo que sigue me interesa desmontar esta idea.

El argumento parece atractivo: si la libertad consiste en hacer lo que uno quiera sin interferencia, entonces toda obligación con sanción sería un atentado contra ella. Pero este razonamiento se sostiene sobre un malentendido. Confunde la libertad privada con la libertad política, y olvida que la democracia no es un espacio de aislamiento, sino de cooperación. Votar no es comparable con decidir qué libro leer o qué comida elegir; votar es el acto mínimo que asegura que cada ciudadano cuente lo mismo en la construcción de la comunidad.

En este punto, la metáfora de las piedras de papel cobra renovada vigencia. Si alguna vez el voto reemplazó a la violencia como medio de resolver conflictos, hoy la discusión sobre sanciones busca garantizar que todos participen en esa resolución. No se trata de imponer un modo de vida ni de dictar preferencias electorales. Tampoco de uniformar convicciones. Se trata de asegurar que nadie se margine del acto común que hace posible que la igualdad no sea solo una declaración formal, sino una práctica efectiva. El argumento de la libertad, entonces, se desploma al ser examinado con rigor. La existencia de una sanción no erosiona la autonomía, porque no interfiere en el contenido de la elección. Cada votante conserva intacta la facultad de votar por quien quiera, de anular su voto o incluso de dejarlo en blanco. Lo único que se exige es no sustraerse al deber compartido que sostiene la democracia. En realidad, lo que más restringe la libertad política es permitir que algunos carguen con esa responsabilidad mientras otros se benefician de los resultados sin haber contribuido. En resumen, asimilar el voto obligatorio con multa a una afrenta a la libertad es reducir la libertad a un simple acto de preferencia, vaciándola de su sentido político más profundo: la posibilidad de decidir en condiciones de igualdad el destino común.

Entonces, quien decide no votar, pero igual recibe los frutos de la democracia —derechos, servicios, representación—, ejerce un privilegio parasitario. Deja que otros asuman la carga, mientras él goza del resultado. La verdadera coacción no está en la multa, sino en permitir que unos pocos decidan por todos, que la abstención erosione la igualdad y que la voluntad colectiva se deforme por la ausencia de los más.

Podrá discutirse la conveniencia de la multa, su eficacia o su proporcionalidad. Ese es un debate distinto, de política pública y de diseño institucional. Lo que no resiste análisis es la idea de que multar por no votar, en cuanto tal, afecte la libertad. Esa tesis se revela como un equívoco conceptual, un recurso retórico más que un argumento sustantivo. Y cuando queda derribada, lo que emerge es lo que siempre estuvo detrás: un cálculo político. La supuesta defensa de la autonomía se utiliza como coartada para justificar reglas diseñadas en función de conveniencias coyunturales. Se invoca la libertad para ocultar una estrategia: imaginar cómo la presencia o ausencia de sanciones puede alterar la participación de ciertos sectores sociales y, con ello, modificar el resultado electoral

Esta instrumentalización del argumento es peligrosa. Porque convierte un debate que debería ser filosófico y normativo —qué significa el deber ciudadano, cómo se protege la igualdad política, qué condiciones materiales aseguran una participación auténtica— en una simple cuestión de ingeniería electoral. La discusión sobre la libertad se reduce a un disfraz, un velo que encubre la verdadera motivación: inclinar la balanza en beneficio de algunos.

Por lo tanto, es necesario desmontar esta tesis con fuerza, para que no vuelva a levantarse como si fuera un argumento legítimo. El voto obligatorio con sanción no es un ataque a la libertad. Es, al contrario, la condición mínima para que esa libertad se realice en un plano de igualdad. Nos exige muy poco —un día de concurrencia a las urnas— y nos devuelve lo más valioso: la certeza de que todos contamos por igual en la decisión colectiva. Rechazarlo en nombre de la libertad es tergiversar el concepto y, peor aún, degradar la democracia a un mero cálculo estratégico.

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