Chile se ha consolidado como un referente global en la transición hacia energías limpias. Ha sabido aprovechar recursos naturales únicos, junto a políticas públicas ambiciosas y marcos regulatorios sólidos, para demostrar que es posible crecer económicamente y avanzar hacia la sostenibilidad. Su experiencia ofrece lecciones valiosas en un mundo que enfrenta con urgencia la crisis climática.
El desierto de Atacama, con la mayor radiación solar del planeta, se ha convertido en laboratorio global de energía fotovoltaica y termosolar. La extensa costa y los vientos de la Patagonia aportan un potencial eólico de clase mundial, mientras los volcanes abren paso a la geotermia y los ríos andinos continúan sosteniendo la hidroelectricidad. Gracias a esta geografía privilegiada, en 2023 Chile generó el 9,4% de su energía primaria con fuentes solares —el mayor porcentaje mundial— y en 2024 las renovables cubrieron el 70% de la matriz eléctrica, alcanzando en diciembre un récord histórico de 42% proveniente de solar y eólica.
Nada de esto ocurre por azar. Desde 2008, con la Ley 20.257, Chile fijó metas de energías renovables no convencionales, reforzadas en 2013 con la Ley 20.698. La Estrategia Energética 2050 estableció la hoja de ruta hacia un 70% de electricidad renovable al 2030 y carbono neutralidad en 2050, mientras que la Estrategia de Hidrógeno Verde y la de Electromovilidad, publicadas en los últimos años, abrieron nuevos horizontes. Un punto de inflexión fueron las subastas energéticas neutrales en tecnología, implementadas en 2015, que no sólo impulsaron competencia sino que derribaron el mito de que las renovables son más caras: en 2021 la solar y eólica llegaron a precios de apenas 2,4 centavos de dólar por kWh.
Chile también ha enfrentado con decisión el desafío de la intermitencia. La Ley de Almacenamiento y Electromovilidad de 2022 permitió sumar más de 900 MW en baterías y sistemas de respaldo, una capacidad inédita en la región. A la vez, el hidrógeno verde se perfila como la gran apuesta: el país busca ser líder mundial hacia 2050, con 5 GW de electrólisis proyectados para 2025 y más de una decena de proyectos en desarrollo hacia 2026.
Los efectos de esta transformación se sienten en la economía y en la sociedad. Entre 2010 y 2021, el sector atrajo más de 14.800 millones de dólares en inversión, y en 2021 concentró la mitad de las inversiones en renovables de América Latina y el Caribe. El FMI proyecta que reemplazar el carbón por energías limpias podría elevar el PIB en al menos un 1% a largo plazo. Pero más allá de las cifras, este proceso ha significado empleos, infraestructura y nuevas oportunidades para comunidades enteras que hoy conviven con parques solares y eólicos.
Quedan, sin embargo, tareas pendientes. La transmisión eléctrica es el gran cuello de botella: la mayor parte de los recursos está en el norte y sur, mientras la demanda se concentra en el centro, lo que exige inversiones multimillonarias en nuevas líneas. A ello se suma la persistente dependencia de combustibles fósiles, que todavía cubren el 30% de la matriz y obligan a acelerar el cierre de centrales a carbón antes de 2040.
La experiencia chilena demuestra que políticas claras, marcos regulatorios estables, innovación tecnológica y cooperación internacional son las piezas que sostienen una transición energética exitosa. Lo que hace pocos años parecía un sueño hoy es una realidad: Chile ha logrado unir crecimiento económico, innovación y sostenibilidad, y con ello se ha convertido en un modelo mundial que recuerda al resto del planeta que el futuro puede construirse con sol y viento.
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