La masificación del acceso a la educación superior en Chile ha transformado el panorama universitario en las últimas décadas (Bernasconi y Celis, 2017). Hoy conviven en las aulas estudiantes con trayectorias, preparaciones y expectativas profundamente diversas. Este cambio, aunque democratizador, también ha hecho más visibles desigualdades que se expresan en mayores tasas de deserción y en la necesidad de políticas públicas orientadas a apoyar a quienes ingresan con bases académicas menos consolidadas. En ese escenario, la escritura emerge como un pilar ineludible: es una herramienta para aprender, para organizar el pensamiento y para construir la propia voz académica y profesional.
A este panorama se suma un nuevo aditamento transformador: la inteligencia artificial (IA). No se trata solo de una herramienta adicional, sino de un cambio estructural en la forma en que producimos y accedemos a la información. Los estudiantes ya conviven con sistemas capaces no solo de corregir sus textos, sino de redactarlos completos.
Los debates sobre su uso son intensos, pero un punto parece inevitable: la IA llegó para quedarse y tenemos que aprender a vivir con ella. La pregunta crucial es cómo hacerlo sin que eso implique renunciar a nuestra voz como escritores.
Los avances que hicieron posible la IAG se remontan al desarrollo del aprendizaje automático y, particularmente, a la introducción del modelo Transformer (Vaswani et al., 2017). Desde entonces, modelos cada vez más sofisticados —GPT-3, GPT-4, GPT-4o, GPT-4.5 o GPT-5— han expandido sus funciones: no solo producen textos, sino que también sintetizan información, formulan argumentos, identifican patrones discursivos y ofrecen retroalimentación detallada (Jain y otros, 2025). Su presencia en la educación es ya cotidiana: estudiantes que redactan ensayos, profesionales que escriben informes, usuarios que buscan claridad para expresar ideas complejas. La escritura asistida por IA dejó de ser una curiosidad tecnológica para convertirse en una práctica instalada.
Latinoamérica ha acumulado una tradición relevante en el estudio de la escritura académica, especialmente en áreas como la autorregulación, las estrategias metacognitivas y la conciencia epistémica (Kloss y otras, 2025). Estas investigaciones aportan claves valiosas para entender el nuevo escenario: escribir no es solo producir un texto; es organizar ideas, comprender lecturas, seleccionar información relevante y elaborar una posición propia. La IA puede apoyar estos procesos, pero no puede reemplazarlos sin consecuencias profundas.
Esta tensión se vuelve especialmente evidente cuando se analiza cómo los estudiantes perciben sus propios desafíos de escritura. En lo formal, enfrentan normas de citación, convenciones académicas y códigos lingüísticos que les resultan ajenos. En lo cognitivo, deben organizar ideas, identificar lo esencial de las lecturas y sostener procesos de autorregulación complejos. En lo contextual, lidian con expectativas docentes, pautas de evaluación, lenguaje técnico y dificultades emocionales o de gestión del tiempo. En este entramado, la tentación de delegar en la IA es comprensible. Sin embargo, ceder completamente la escritura implica renunciar al proceso de pensar.
Diversas investigaciones advierten que el uso pedagógico de modelos generativos debe sustentarse en competencias críticas, éticas y argumentativas (Petingola y otros, 2025; UNESCO, 2024). Esto implica enseñar a los estudiantes a evaluar la calidad de las respuestas generadas, detectar sesgos o errores, ajustar los textos según estándares académicos, asumir responsabilidad intelectual por lo que firman.
Modelos como GPT-4 han demostrado que, con orientaciones guiadas pueden apoyar el aprendizaje de la escritura desde un enfoque de proceso: planificación, redacción, revisión, reorganización. Es decir, pueden convertirse en aliados para aprender a escribir mejor, siempre que exista mediación docente y un marco crítico.
La clave no es prohibir la tecnología, sino enseñarle al estudiantado a integrarla sin perder el control del pensamiento. Un texto producido por IA puede ser impecable en la superficie, pero no representa una comprensión profunda ni una posición propia. La escritura universitaria exige justamente eso: pensar, elaborar argumentos y tomar decisiones sobre cómo y qué decir.
En un contexto donde la IA está disponible para resolver tareas a un clic, defender la escritura como práctica epistémica es más urgente que nunca. Escribir no es solo demostrar conocimientos: es generarlos. Cuando un estudiante redacta un texto, ordena ideas; cuando resume, distingue lo esencial; cuando argumenta, construye un punto de vista; cuando revisa, evalúa su propio pensamiento. La IA puede facilitar algunos de estos pasos, pero no puede reemplazar la experiencia cognitiva de realizarlos.
Necesitamos formar escritores capaces de convivir con las herramientas tecnológicas sin disolver su voz en ellas. La alfabetización en tiempos de IA no puede limitarse a aprender a usar plataformas; debe centrarse en desarrollar capacidad crítica. De lo contrario, corremos el riesgo de tener buenos textos producidos por estudiantes que nunca pensaron realmente lo que escribieron.
La convivencia con la IA es posible y deseable, siempre que no perdamos de vista lo esencial: para escribir bien, primero hay que saber. Y para saber, hay que pensar. La escritura sigue siendo nuestra herramienta más poderosa para hacerlo.
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