Por Juan Pablo Catalán , profesor e investigador de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andrés Bello
La suspensión —aunque provisional— de la orden impulsada por la administración Trump, que vetaba la matrícula de estudiantes extranjeros en Harvard, ha desnudo un problema grave: la fragilidad de la libertad académica y el destino incierto de miles de jóvenes, entre ellos cerca de treinta becarios chilenos que cumplieron el sueño de estudiar en Boston. Mientras algunos celebran la moratoria dictada por la jueza Allison D. Burroughs, no podemos perder de vista que basta una apelación para que todo vuelva a estar en el aire.
La UNESCO ha dejado claro que la movilidad internacional no es un lujo, sino un motor decisivo de innovación: los países que tejen redes globales reducen su brecha de conocimientos hasta en un 25 % (UNESCO, 2020). ANID, en su Estrategia 2030, insiste en que invertir en capital humano crítico es la única ruta para que Chile avance en ciencia y tecnología. Sin embargo, el Mineduc admite en su último informe que las “buenas intenciones” sobre fondos de contingencia y acuerdos marco —tan necesarios en un mundo donde lo político acecha las aulas— no han pasado de ser meros documentos.
Este episodio, lejos de ser un pulso entre Harvard y Washington, es un aviso para Chile: no podemos seguir exportando a nuestros estudiantes como si fueran piezas prescindibles. Es urgente que unamos al Estado, las universidades y el sector privado para dar respuestas concretas: conformar un consorcio ágil que asegure plazas de recambio en otras casas de estudio de excelencia; activar de inmediato un fondo mixto ANID-Mineduc que cubre matrículas y trámites migratorios ante cualquier quiebre de convenio; y, como iniciativa educativa de largo aliento, crear un Observatorio de Autonomía Universitaria en colaboración con UNESCO, ANID y la Red de Rectores Latinoamericanos, que ofrezca seminarios, cursos en línea y material didáctico sobre gobernanza y libertad académica, trasladando la defensa de estos principios desde los pasillos del poder hasta las aulas, donde realmente se forma el futuro.
Si no transformamos la indignación en acciones concretas, seguiremos viendo a nuestros mejores talentos varados en la incertidumbre, cuando el mundo más necesita sus ideas. La universidad debe ser un refugio de pensamiento libre, no un botón de la política. Solo así podremos honrar su esencia universal y proteger a quienes confían en ella.
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