Por Juan Pablo Catalán, académico e investigador de Educación UNAB.
El ataque a tres profesoras del Instituto Nacional —rociadas con bencina por encapuchados que ingresaron violentamente al establecimiento— marca un punto crítico en la historia escolar chilena. No es solo un acto delictual: es la evidencia de que la escuela se ha convertido en territorio de riesgo para quienes enseñan. Y no es un caso aislado. En otros establecimientos, como el Liceo Guillermo Rivera de Viña del Mar, también se han registrado episodios graves de agresión entre estudiantes y docentes, alimentando una sensación de vulnerabilidad creciente. Según la Superintendencia de Educación, más del 70% de los requerimientos actuales se relacionan con problemas de convivencia, mostrando un aumento persistente en los hechos de violencia hacia adultos de la comunidad escolar (Superintendencia de Educación, 2025). Lo que presenciamos no es excepcional: es sistémico.
Este fenómeno no puede comprenderse sin mirar críticamente el modelo educativo chileno, desgastado por décadas de políticas que han reducido la escuela a un espacio de prestación de servicios. La lógica neoliberal ha instalado la idea de que la educación es un producto y el profesor un proveedor, debilitando los vínculos esenciales que sostienen la formación integral. Organismos internacionales advierten que sistemas centrados en resultados y competencia erosionan la autoridad pedagógica, afectan el clima escolar y potencian conflictos (OECD, 2022; UNESCO, 2021). Cuando la educación se administra como transacción y no como proyecto ético, la convivencia pierde su tejido y la violencia encuentra terreno fértil.
Pero hay un actor cuya ausencia se ha vuelto decisiva: la familia. Las orientaciones formativas señalan que los valores del respeto, la tolerancia y la resolución pacífica de conflictos se aprenden primero en el hogar (Mineduc, s. f.). Sin embargo, muchos docentes relatan que la deslegitimación de su labor comienza justamente allí, en conversaciones donde se desacredita su palabra o se cuestiona su autoridad. Así, los niños aprenden que el profesor no es un referente de cuidado, sino una figura discutible. La violencia que irrumpe en la escuela no nace en sus pasillos; llega desde una sociedad que ha debilitado sus responsabilidades básicas.
La formación integral nunca ha sido responsabilidad exclusiva de la escuela. Esta amplifica lo que el hogar inicia, lo acompaña y lo orienta. Pero hoy la institución escolar carga sola con la tarea de sostener emocionalmente a estudiantes que muchas veces no han encontrado en sus familias el espacio afectivo y normativo que requieren. Ese desajuste entre lo que se enseña dentro y lo que no se practica fuera ha ido fracturando las bases de la convivencia escolar y ha dejado al profesorado en una intemperie moral y emocional cada vez más aguda.
No bastará con más protocolos ni más cámaras. Se requiere un pacto social que devuelva a la familia su rol formador y que restituya al profesor la dignidad profesional que merece. Solo así podremos recuperar la escuela como un lugar donde la vida se ensaya en clave de respeto. La violencia que hoy nos duele no desaparecerá por decreto; solo se transformará cuando hogar y escuela vuelvan a educar en la misma dirección.
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