Cuidar la tierra es cuidar de nosotros mismos. Esa sencilla verdad resume el gran reto de la agricultura moderna: producir alimentos suficientes sin poner en riesgo la salud de las personas ni la vitalidad de los ecosistemas.
El uso de agroquímicos ha permitido sostener la producción y responder a la demanda mundial, pero también ha dejado huellas profundas en el suelo, el agua y en quienes trabajan la tierra.
La Organización Mundial de la Salud estima que más de tres millones de personas sufren intoxicaciones por plaguicidas cada año. En América Latina, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) advierte que cerca del 30% de los agricultores aplica pesticidas sin conocer bien las dosis o los tiempos de seguridad, aumentando los riesgos de exposición.
En Chile, los planes de apoyo y capacitación como el Programa de Desarrollo Local (Prodesal) ejecutado por el Instituto de Desarrollo Agropecuario (Indap) y la regulación del Servicio Agrícola Ganadero (SAG) han impulsado un uso más responsable. Sin embargo, los avances son desiguales, pues aún predominan hábitos heredados, aplicaciones “por costumbre” y una débil protección personal.
Esto no es un fenómeno aislado; en países vecinos, como México, Perú o Colombia, se enfrentan las mismas barreras culturales y económicas. La experiencia demuestra que la capacitación técnica no basta. El cambio duradero surge cuando hay conciencia ambiental y acompañamiento constante.
Algunos ejemplos muestran el camino. En Costa Rica, el programa Campo Limpio logró reducir en un 60% la contaminación por envases de agroquímicos gracias a la recolección y el reciclaje. En Europa, la agricultura integrada ha disminuido notablemente el uso de pesticidas al combinar control biológico, rotación de cultivos y monitoreo técnico.
Una oportunidad de mejora es el uso de la agricultura regenerativa. Su objetivo no es solo reducir el impacto, sino devolver vida a los suelos, fortalecer los ecosistemas y disminuir la dependencia de insumos sintéticos.
Experiencias piloto en Chile y en otros países de la región demuestran que es posible cultivar sin dañar, uniendo conocimiento científico, innovación local y compromiso comunitario.
La primera etapa es usar los agroquímicos con respeto y criterio; la segunda es migrar a la agricultura regenerativa. Hay que considerar que lo que sembramos no solo alimenta, también respira, se transforma y nos recuerda que la salud del planeta es también la nuestra.
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