Evelyn Vicencio Rojas, Académica de Facultad de Derecho U. Andrés Bello, sede Viña del Mar
Ha causado un profundo impacto la historia de una niña boliviana de tan solo ocho años, vendida por su propia abuela a una familia que emigró a Chile y se instaló en un campamento en Rengo. Su destino fue la servidumbre doméstica, fue esclavizada en pleno siglo XXI, a la vista de todos y al margen de todo. Estamos frente a hechos degradantes y crueles que la sociedad chilena creía haber superado.
Fue gracias a la compasión de una vecina —no de la acción del Estado— que la niña pudo ser rescatada. Hoy se encuentra en algún centro estatal, donde seguramente recibirá cuidados básicos que antes le fueron negados. Hoy la niña está segura, dentro de lo que puede estar en una residencia de este tipo, sin embargo, esto no puede nublar una cuestión esencial para entender este caso: una niña vivió como esclava en Chile, y el Estado nunca supo de su existencia.
Vivimos en una época donde los derechos humanos son una prioridad, donde la esclavitud —formalmente abolida en Chile desde el amanecer de la República— no es tolerada. Nuestra Constitución declara que “en Chile no hay esclavos y el que pisa su territorio queda libre”. Sin embargo, esa promesa fue letra muerta para esta menor, sometida a una realidad que remite a épocas pasadas.
La gran pregunta es: ¿cómo fue posible? Hay múltiples causas inmediatas: la avaricia e irresponsabilidad de una abuela que traiciona todo vínculo humano, una familia que comete el crimen de “comprar” a una niña como si fuera un objeto, y la extrema vulnerabilidad de una persona menor de edad sin protección. Pero también en este caso hay responsabilidades imputables al Estado chileno: no ejercer soberanía efectiva sobre sus fronteras.
Esa niña cruzó con sus victimarios la frontera sin que ninguna autoridad tuviera registro de ello. Esto no solo habla del colapso del control migratorio, sino también de una falla estructural que permite el tráfico de seres humanos a vista y paciencia de todos, salvo para las autoridades migratorias. El ingreso irregular y descontrolado —que ya ha generado tensiones sociales, precariedad y explotación— se transforma aquí en una tragedia moral de proporciones.
Es hora de decirlo con claridad: el Estado chileno no salvó a esta niña. Lo hizo una ciudadana cualquiera, movida por su humanidad. Para el aparato estatal, esta menor era invisible. Perfectamente podría haber muerto, y su caso jamás habría existido en las estadísticas. ¿Cuántos seres humanos más estarán en una situación similar? ¿Cuántos siguen en la oscuridad, fuera del alcance de la ley y de cualquier protección?
La clase gobernante tiene una responsabilidad ineludible. No basta con proclamar derechos si no se ejerce el poder necesario para hacerlos realidad. Controlar las fronteras no es un capricho xenófobo; es una función básica que cualquier Estado debe desarrollar. Mientras ello no suceda, seguirán ocurriendo tragedias como la de esta “niña invisible”, y el compromiso del Estado con los derechos humanos será cada vez más que un eslogan vacío.
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