Sonia Martínez Moreno, académica de la Licenciatura en Historia UNAB, Sede Viña del Mar.
Durante estos días celebraremos el patrimonio nacional y generalmente pensamos en aquellos espacios monumentales heredados u objetos históricos que narran nuestra identidad y que podemos encontrar en espacios públicos o museos. Pero a veces olvidamos la importancia de lo heredado bajo el prisma de las tradiciones o modos de vida, lo que bien podemos conocer como patrimonio inmaterial. Hoy quiero honrar todas aquellas labores que han sido invisibilizadas o consideradas obsoletas; en algunos casos han desaparecido en la medida que la tecnología, las influencias de tratados comerciales exteriores, y la globalización y la inmediatez han dejado atrás.
Existen pequeños actos de amor y búsqueda de hacer pervivir aquellas tradiciones heredadas por nuestros abuelos y antepasados, por ejemplo, labores que a ratos parecieran ser innecesarias a estos nuevos tiempos. En ellas está el vivo latido de la memoria y la nostalgia: el tejido en crin, la belleza estética del compartir y el sonido al caminar por Valparaíso y ver a los chinchineros; el saber cocinar una tortilla de rescoldo y la historia detrás de esta labor, el organillero de los días domingos que pasaba fuera de la casa de mis padres, el tejido de mi abuela aprendido por su madre (como así muchas mujeres chilenas mantienen la forma y la tradición de esta labor bajo la identidad de este país utilizando nuestras lanas del sur de Chile). El hacer con las manos y el corazón manteniendo nuestras costumbres es propio de nuestro patrimonio inmaterial. Podría seguir mencionando labores y herencias porque somos un país rico en prácticas y modos que nos identifican.
Cuando hago alusión a la nostalgia y el patrimonio inmaterial tengo un flashback de mi infancia. Mi abuelo era enólogo. Tuve la oportunidad de conocer desde cerca las tradiciones y costumbres en torno a la cultura del vino chileno. Recuerdo muy bien todo el alboroto en la época de la vendimia. Es más, nunca olvidaré una vez que pude mirar la costumbre emblemática “de la pisada de la uva”, que daba el puntapié inicial en la fiesta de la vendimia. También el quehacer de la bodega y el laboratorio, utilizando incluso antiguas cubas de roble, y el escritorio de madera antigua de la época de la llegada de los padres franceses a la viña donde mi abuelo trabajaba; entonces, en ese espacio arquitectónico patrimonial se mantenía el quehacer tradicional. Yo era testigo, mi abuelo ejecutor. Hoy intento pintar todos esos recuerdos.
Todos nosotros/as tenemos alguna vinculación con nuestro patrimonio inmaterial, ya sea por traspaso familiar, zona geográfica donde vivimos, labores que realizamos día a día o por el mero hecho de interesarnos en algún oficio o tradición propia de nuestra cultura. Hacer que estas tradiciones vivan es la mayor riqueza que podemos dejar como herencia a las futuras generaciones, no perder de vista lo que realmente somos y que nos definen dentro de nuestra singularidad.
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