Académica Psicología
Universidad Andrés Bello
El poder no es un fenómeno aislado; es un reflejo de las dinámicas sociales y culturales de cada tiempo. Las noticias recientes nos confrontan con una realidad inquietante: la violencia, en sus diversas formas, se ha instalado como una constante en la vida cotidiana, no se limita solo a agresiones físicas, sino que también se presenta de manera más sutil, como la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Este fenómeno se enmarca en una cultura donde el abuso de poder y el narcisismo ganan terreno, diluyendo la empatía y privilegiando el beneficio personal por encima del bienestar colectivo.
El narcisismo es un rasgo humano básico, relacionado con la necesidad de reconocimiento y la fijación en la propia imagen. Sin embargo, cuando este rasgo se lleva al extremo y se rigidiza, puede transformarse en un trastorno narcisista de la personalidad, caracterizado por una ambición desmesurada, fantasías de grandiosidad, una constante búsqueda de admiración y una marcada falta de empatía. En el contexto del poder, estos rasgos pueden amplificarse, haciendo que el otro sea percibido como una amenaza que debe ser eliminada, generando desconfianza, competencia extrema y, en ocasiones, violencia.
El problema no se limita a los líderes políticos, sino que se agrava cuando esta lógica narcisista impregna a toda la sociedad. La caída del principio de autoridad y la cultura del “éxito” fomentan un aislamiento narcisista, donde las relaciones humanas se ven dominadas por la competencia y el rechazo a reconocer al otro como igual. En este contexto, algunos políticos no solo reflejan estas dinámicas, sino que también se convierten en productos de un sistema que prioriza la visibilidad mediática sobre el trabajo genuino y la empatía, donde en lugar de ser agentes de cambio, terminan siendo cómplices de la impunidad, mostrando una falta de interés por la justicia y el bienestar de las víctimas. La figura de Narciso, dispuesto a renunciar al amor para liberarse a sí mismo, encarna esta desconexión del lazo social. Esta lógica, donde la ambición individual busca evadir límites sociales, tiene consecuencias profundas.
El narcisismo, en su núcleo, refleja un problema en la relación con el otro. Freud planteaba que todas las relaciones están atravesadas por una paradoja entre el amor y la destrucción. En el narcisismo y el abuso de poder, esta paradoja se ve en la incapacidad de reconocer al otro como un semejante, viéndolo como una amenaza que debe ser eliminada o subordinada. El auge del discurso capitalista agrava esta situación, en este escenario, el sujeto, expuesto al mandato cultural de “gozar sin límites”, se encuentra cada vez más desconectado de los lazos sociales. Esto fomenta dinámicas de pánico colectivo, donde la desconfianza y la competencia extrema sustituyen a la colaboración y el reconocimiento mutuo. El resultado es una cultura marcada por la apatía: una indiferencia hacia la justicia, la atención a las víctimas y la resolución efectiva de problemas.
Frente a este panorama, surge una pregunta crucial: ¿qué condiciones son necesarias para poder convivir con los otros? La recuperación de los lazos sociales requiere un cambio profundo en las dinámicas culturales que alimentan el aislamiento narcisista. Necesitamos líderes que no busquen solo la admiración personal, sino que reconozcan al otro como igual y prioricen el bienestar colectivo.
El espejo del poder refleja una imagen que puede transformarse, pero solo si estamos dispuestos a afrontar nuestra responsabilidad colectiva en su construcción.
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