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¿Cómo las escuelas chilenas integran a extranjeros sin discriminar?

Por Dr. Jaime Fauré, académico de Psicopedagogía UNAB

En las escuelas chilenas conviven hoy 267 mil estudiantes extranjeros, casi el 8% de la matrícula total. Pero hay un dato más preocupante: el 60% de los apoderados migrantes reporta haber vivido discriminación, y el 82% ha sido objeto de chistes discriminatorios. No estamos hablando solo de números. Estamos hablando de niños que llegan a una sala de clases y no siempre son recibidos con los brazos abiertos.

La pregunta no es si debemos integrar a estos estudiantes —en mi opinión, eso está fuera de discusión—, sino cómo lo hacemos sin reproducir la exclusión que tanto daño causa. Y la respuesta, aunque parezca simple, es compleja de implementar: mediante el diálogo.

Pensemos en Pedro Páramo, de Juan Rulfo. En esa novela, los personajes viven en Comala, un pueblo habitado por voces que no se escuchan entre sí. El resultado es una comunidad fragmentada, llena de resentimientos y fantasmas. Nuestras escuelas corren el riesgo de convertirse en pequeños Comalas: espacios donde conviven estudiantes chilenos y extranjeros, pero donde no existe un diálogo verdadero que los una como comunidad.

El diálogo no es simplemente hablar. Es escuchar, preguntar, intentar comprender al otro desde su propia experiencia. Cuando un niño venezolano cuenta cómo era su escuela en Caracas, cuando una niña haitiana explica por qué su familia llegó a Chile, esos son actos de diálogo que construyen puentes. Pero requieren que alguien esté dispuesto a escuchar sin prejuicios.

El problema es que nuestro sistema no está preparado. Más de la mitad de las escuelas no tiene planes explícitos para trabajar con estudiantes migrantes. Muchos profesores no se sienten capacitados para enseñar en aulas multiculturales. Y lo más grave: se han normalizado prácticas discriminatorias sutiles, como separar a los estudiantes extranjeros en grupos “de su nacionalidad”, creyendo que eso los ayuda cuando en realidad los excluye.

Gabriela Mistral escribió en Todas íbamos a ser reinas: “Todas íbamos a ser reinas, de cuatro reinos sobre el mar”. El poema habla de la ilusión de la infancia, de cómo todos los niños merecen soñar con un futuro digno. Pero cuando un niño migrante llega a Chile con esperanza de mejor educación y se encuentra con burlas por su acento, con rechazo por su apellido, esa esperanza se quiebra. No por falta de mérito del niño, sino porque le negamos la conversación que lo haría parte de la comunidad.

El diálogo intercultural requiere acciones concretas. Significa crear espacios donde los estudiantes puedan compartir sus tradiciones, donde se valore la diversidad como riqueza. Implica formar a los profesores en competencias interculturales. Requiere involucrar a las familias, tanto chilenas como migrantes, en la construcción de una comunidad educativa verdaderamente inclusiva.

También significa confrontar el prejuicio cuando aparece. Cuando un niño dice “los venezolanos son así”, cuando una profesora comenta “estos niños vienen atrasados”, ahí es donde el diálogo se vuelve urgente. No para censurar, sino para educar. Para explicar que detrás de cada estereotipo hay una persona con una historia única.

Las escuelas que han avanzado en esto comparten una característica: hacen del diálogo una práctica cotidiana. Crean consejos estudiantiles donde participan todos, organizan actividades donde se celebra la diversidad sin volver exótica, diseñan proyectos donde personas de diferentes nacionalidades trabajan juntas. Son espacios donde nadie es “el otro”; donde todos somos un nosotros.

Chile no puede darse el lujo de formar generaciones que no sepan convivir con la diferencia. En un mundo hiper e interconectado, la capacidad de dialogar con quien piensa distinto viene de otro lugar o habla otro idioma no es opcional: es esencial. Y la escuela es donde tenemos que enseñar esta habilidad fundamental.

El desafío está sobre la mesa. Tenemos la oportunidad de construir escuelas donde el diálogo sea el centro, donde cada estudiante se sienta valorado y escuchado. Donde la diferencia no sea motivo de exclusión sino de enriquecimiento mutuo. No necesitamos grandes reformas para empezar —aunque luego las necesitaremos para escalar las iniciativas que buscan equidad—, pero sí necesitamos la voluntad de sentarnos a conversar, de verdad, con quienes hasta ahora hemos mantenido a distancia. Porque solo así dejaremos de ser un país de monólogos para convertirnos en uno de diálogos. De diálogos reales.

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