Desde muy pequeños, niñas y niños ya muestran habilidades matemáticas: clasifican objetos, reconocen patrones, estiman cantidades y resuelven problemas en su entorno. Estas capacidades no se limitan al conteo o a los números: se expresan también a través del cuerpo, el lenguaje, el movimiento, el juego y la exploración. Sin embargo, para que estas ideas se transformen en aprendizaje profundo, se requiere de una mediación intencionada. Y ahí, el rol de la educadora es fundamental.
Bajo ese contexto, Leidy Bautista, académica de Pedagogía en Educación Parvularia de la Universidad Santo Tomás sede Santiago, explica que las educadoras de párvulos —junto al equipo pedagógico— son las responsables de crear oportunidades para que el pensamiento matemático se construya desde la experiencia y que las niñas y niños conecten sus acciones con propiedades matemáticas relevantes. No se trata de adelantar contenidos escolares, sino de diseñar ambientes ricos en lenguaje, materiales y desafíos que inviten a pensar en términos matemáticos desde lo cotidiano. Una secuencia como “blanco-blanco-rojo” puede transformarse en un patrón AAB, y una canción de cumpleaños en una oportunidad para contar, comparar o estimar.
Estas habilidades emergen espontáneamente en los primeros años: cuando los niños reparten galletas, agrupan juguetes o levantan un objeto. Estos conocimientos matemáticos, conocidos como matemáticas intuitivas o informales, no son un entrenamiento para la escuela: son expresiones genuinas de lo complejo y sofisticado que puede llegar a ser el pensamiento matemático infantil. Pero no todos los niños acceden a las mismas oportunidades desde el hogar. Por eso, la educación parvularia tiene la tarea urgente de reconocer y enriquecer estos saberes para prevenir de manera temprana brechas que se pueden ampliar a lo largo de la trayectoria educativa.
La enseñanza de las matemáticas en esta etapa no se trata de ejercicios ni repeticiones. Enseñar es proponer, observar, dialogar y desafiar. Es reconocer los momentos en que las niñas y niños se involucran con ideas matemáticas y ampliarlas sin forzar aprendizajes. Estrategias como los diálogos matemáticos, el modelamiento del lenguaje, la lectura de cuentos con preguntas estructuradas o el uso del cuerpo y el movimiento permiten conectar la experiencia con conceptos clave como cantidad, forma, secuencia o posición.
El juego —en especial el simbólico y el libre— es el contexto natural donde surgen muchas de estas ideas. Lejos de ser un momento separado de la enseñanza, el juego es el medio por excelencia para construir conocimiento matemático. Jugar a cocinar, ordenar bloques o moverse en un espacio son experiencias cargadas de contenido numérico, geométrico, entre otros, si el adulto sabe observar de forma pertinente, sensible y oportuna.
En síntesis, enseñar matemáticas en la infancia no significa escolarizar, sino acompañar un proceso que ya está en marcha. Las niñas y niños piensan matemáticamente desde que interactúan con su entorno. La tarea de la educadora es intencionar esas experiencias, validarlas, expandirlas y darles sentido, en un proceso respetuoso, activo y profundamente transformador.
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