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Las mujeres y la identidad nacional

Por Ruth Espinosa Sarmiento, Decana interina de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales UNAB.

En su libro Democracia y Educación, John Dewey señala que la educación, en su sentido más amplio, es el medio de continuidad de la vida social. Los ritos, los mitos y las creencias compartidas son lo que perpetúa la existencia de lo colectivo. Los seres humanos encontramos nuestra identidad en el modo particular de habitar en el mundo, modo en el que nos reconocemos en el todo. Pero ¿qué pasa cuando la identidad colectiva se vuelve alienante para el individuo? En una sociedad de masas en la que sabemos que los individuos pujan por el reconocimiento de su individualidad, esta pregunta es crucial.

Las fiestas patrias recién acontecidas, como todo rito, nos confrontaron, como un espejo, con la pregunta por la identidad nacional. ¿Qué significa “ser chileno”? Dicho de otro modo, ¿con qué horizonte de sentido nos confronta el “ser chileno”? Tal vez este sea un buen momento para reparar en el hecho de que, en gran medida, la vida colectiva se define por confines flexibles y las posibilidades siempre abiertas del pensar. La identidad colectiva yace principalmente en ideas vivas, para nada inertes.

Un modo en que construimos nuestra identidad es el recuerdo de los grandes seres humanos que han contribuido a su formación. Si bien los símbolos y los ritos de las fiestas patrias nos conectan con la historia de la república y sus próceres, me pregunto: ¿cuáles son las próceres que deberíamos recordar?

El movimiento de mujeres de la primera mitad del siglo XX emerge desde la distancia del tiempo presente como un enjambre laborioso que transformó para siempre a la joven república de Chile. Como afirma María Gabriela Huidobro en su Mujeres en la historia de Chile, figuras como las de Amanda Labarca, Inés Echeverría, Delia Rojas y muchas otras, subvierten sus propias individualidades en el modo en que transformaron la historia de las chilenas, desde una trama hecha de contrastes, encuentros y desencuentros.

La primera mitad del siglo XX es escenario de algunos de los movimientos sociales que marcaron profundamente el curso de la historia de Chile. Imaginar las primeras décadas del siglo pasado, me lleva a la metáfora de un arado que rasga la superficie para dejar a la vista un surco fértil. Así, las pioneras de comienzos de siglo tocaron diferentes capas de la trama de la sociedad de entonces, penetrando en lo político, en lo social, en lo moral o lo intelectual; por supuesto, cada una con sus matices y diferencias.

Es interesante que, en su viaje de 1910 al Teacher’s College de la Universidad de Columbia, la fundamental Amanda Labarca se impregnó de las ideas de autores como el mismo Dewey, lo que marcaría una vida de compromiso con el movimiento de la educación progresista. Como educadora feminista, supo poner el problema de la educación femenina no solo en la dimensión del género, sino también en la de la desigualdad en general, y como tal, contribuyó a poner en movimiento un cambio en la educación chilena. Fue parte de ese grupo de jóvenes profesores del Instituto pedagógico que condujo a la fundación, en 1932, del Liceo experimental Manuel de Salas. Allí pondría en práctica las ideas de las nuevas corrientes pedagógicas que había conocido en su segundo viaje a Estados Unidos en 1918, y que la llevaría a publicar el minucioso reporte La Escuela Secundaria en los Estados Unidos en 1919, un año antes de la promulgación de la ley de Educación primaria obligatoria de 1920, de cuyo debate se hizo también parte.

A partir de esta prolífica labor, Labarca se convirtió en 1922 en la primera mujer en ocupar una cátedra universitaria en Latinoamérica: fue nombrada profesora extraordinaria de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Esto, el mismo año en que surge el Partido Cívico Femenino, 45 años después de la promulgación del decreto Amunátegui (1877) y 27 años antes de la Ley de sufragio femenino en 1949.

Desde su posición como académica, intelectual, escritora y educadora, Labarca volcó sus esfuerzos a dar forma a una educación centrada en la formación de ciudadanos, como único cimiento firme para la vida republicana y la democracia. A ella le debemos uno de los primeros manuales de psicología y filosofía escritos especialmente para la formación de jóvenes universitarios. Sus Lecciones de Filosofía I y II son probablemente sus textos menos estudiados, no obstante, contienen dos pilares fundamentales de lo que ella entendía por nueva educación: las bases psicológicas para la comprensión del ser humano, a las cuales debía estar subordinada la formación para el desarrollo de los individuos (hecho que en los estudios actuales la sitúa también dentro de las difusoras del pensamiento psicológico de su época),  y la tradición filosófica occidental, a la base de la educación y el pensamiento liberal.

El involucramiento de Labarca en la vida pública de su época, desde su posición como educadora y académica, le valió pasar a la posteridad como una patriota. Esto contrastó con visiones menos academicistas de la educación, como la de Gabriela Mistral, y más cosmopolitas sobre la emancipación femenina, como la de Inés Echeverría, Iris.

Por esto, es importante a la hora de hablar de estas próceres, no olvidar que sus ideas e impulsos renovadores no fueron homogéneos y en más de una ocasión chocaron. Un ejemplo de esto es la desavenencia entre Labarca e Inés Echeverría. Esta última, perteneciente a la aristocracia, descendiente del mismísimo Andrés Bello, educada en su casa por institutrices europeas, tuvo la posibilidad de publicar folletos, novelas, ensayos y artículos en importantes periódicos. Se transformó probablemente en la articuladora cultural más importante de principios del siglo XX, como salonière y creadora de ciertas agrupaciones. En contraposición, Labarca, que era hija de la educación pública y provenía de las capas medias en ascenso, subordinó su literatura a la escritura técnica y académica para influir en la política educativa y la concepción misma de la educación desde su concepción más filosófica. No obstante, también desarrolló una veta como articuladora del pensamiento colectivo y allí es donde se observan de manera más directa los contrastes.

El epítome de esta diferencia se hizo patente en una entrevista que Labarca le hizo a Iris en la revista Familia. Este invaluable trozo de memoria de estas dos señeras intelectuales encuentra su punto culmen, al tocar el tema del patriotismo. El diálogo literario entre ambas se torna bruscamente en discusión pues, mientras Iris criticaba la vulgaridad de la cultura chilena y la lengua castellana en contraste con la francesa, Amanda Labarca considera su actitud poco patriota.

Si bien todas estas mujeres contribuyeron a la configuración de nuestro actual marco de sentido, como mujeres y ciudadanas, Amanda Labarca pareció ver en ello un verdadero imperativo moral. Así, pese al elocuente tono de desprecio de Inés en la entrevista, Labarca, con un dejo de ingenuidad, la intenta persuadir de que su deber como artista es “preparar el terreno para los que han de venir.” 

Recobrar la importancia de estas próceres intelectuales implica necesariamente recogerlas en su pluralidad. Sin duda tanto Amanda Labarca como Inés Echeverría y muchas otras, prepararon ese terreno nuestro en que habitamos y construimos hoy nuestra identidad. Ellas no solo nos pertenecen a todos, sino que reflejan la diversidad de nuestra identidad. 

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