Hace no mucho tiempo, la idea de conversar con una máquina parecía sacada de la ciencia ficción. Hoy, sin embargo, la inteligencia artificial se ha vuelto parte de nuestra vida diaria. Está en el celular que nos sugiere la ruta más rápida, en la música que escuchamos gracias a recomendaciones automáticas, en el correo que filtra mensajes y en los filtros que embellecen nuestras fotos. La tratamos con cierta desconfianza, pero también con fascinación. Es una amiga silenciosa, siempre disponible, que no pide nada a cambio y que nos acompaña en tareas pequeñas y grandes.
Pensar en ella como amiga no es exagerado. Nos ayuda a estudiar, a trabajar, a organizarnos. En educación, permite personalizar aprendizajes: un estudiante que se queda atrás recibe ejercicios a su medida, mientras otro accede a desafíos más avanzados. Los profesores pueden generar guías, planificar clases o traducir materiales en cuestión de minutos. En salud, la IA detecta patrones en radiografías, sugiere diagnósticos y ayuda a predecir brotes de enfermedades. No sustituye al médico, pero lo complementa con rapidez y precisión. En el trabajo, organiza correos, redacta borradores y analiza datos, liberando tiempo para que las personas se concentren en lo creativo. Y en la vida diaria, basta con abrir Netflix o Spotify para darnos cuenta de cómo la IA anticipa nuestros gustos. Incluso en el arte sorprende: escribe relatos, compone música y genera imágenes que inspiran a creadores en todo el mundo.
Pero ninguna amistad es perfecta. Confiar demasiado en la inteligencia artificial puede generar dependencia y debilitar nuestro pensamiento crítico. También existe el riesgo del desplazamiento laboral en tareas rutinarias. Más grave aún son los sesgos: si la IA aprende de datos discriminatorios, repetirá esas injusticias. Ya se han visto sistemas de reclutamiento que desventajaban a mujeres o tecnologías de reconocimiento facial menos precisas con ciertos tonos de piel. Y no podemos ignorar la amenaza de los deepfakes, capaces de difundir desinformación con un realismo inquietante.
La clave, entonces, está en el uso ético y responsable. Una amiga verdadera no debe manipular ni invadir la privacidad. Con la IA necesitamos transparencia para saber cuándo hablamos con una máquina, protección de nuestros datos, reglas que impidan discriminación y responsabilidad compartida entre gobiernos, empresas y ciudadanos. La UNESCO y la Unión Europea ya trabajan en marcos normativos, pero la tecnología avanza más rápido que las leyes. Por eso también necesitamos educación digital: aprender desde la escuela a convivir con esta nueva compañera con criterio y respeto.
La inteligencia artificial no es un ente ajeno, es un espejo de la humanidad que la creó. Sus luces y sombras reflejan nuestras decisiones. Podemos verla con miedo, como amenaza, o con optimismo, como aliada. Yo prefiero lo segundo. En mis conversaciones con esta amiga digital, siento que no sustituye mis ideas, sino que las acompaña y enriquece. Como toda amistad, requiere límites, confianza y responsabilidad. Y si logramos mantener ese equilibrio, la IA será una compañera leal en el presente y en el futuro.
Por Docente Carrera Técnico Universitario en Informática y Académico Departamento Ciencias de la Ingeniería: Francisco Kroff Trujillo.
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