En medio del orgullo que provocan los rankings y las pruebas estandarizadas, cabe preguntarse: ¿qué tipo de educación estamos construyendo? Países como Singapur, admirados por sus sobresalientes resultados en PISA, esconden tras esa vitrina cifras que inquietan: sus estudiantes se encuentran entre los más afectados en bienestar emocional y resiliencia de toda la OCDE. ¿Es este el modelo que aspiramos seguir en Chile?
Recientemente, Bernardita Yuraszeck, presidenta de Impulso Docente, representó a Chile en el Foro Global para Formar un Futuro Mejor , en Singapur. Y llevó una verdad incómoda: una educación que ignora la salud emocional de sus estudiantes es una educación incompleta. Y quienes trabajamos en las aulas lo sabemos bien. Vemos cada día cómo el peso de las expectativas académicas ahoga la curiosidad, la alegría de aprender y la confianza en uno mismo.
No se trata de restablecer valor al esfuerzo ni al conocimiento. Sino de mirar de frente lo que muchas veces preferimos callar: ¿qué sentido tiene que nuestros estudiantes rindan al máximo si, al final de la jornada, se sienten vacíos, ansiosos o derrotados? ¿Cuánto más podemos exigirles sin acompañarlos en lo que realmente les duele?
Como docentes, cargamos con la responsabilidad de formar, pero también con la frustración de no poder hacerlo como sabemos sería mejor. Nos empujan a cumplir metas, pero pocas veces se pregunta cómo están nuestros estudiantes, o cómo estamos nosotros. ¿Hasta cuándo vamos a medir la calidad solo con números, sin escuchar las voces que piden una escuela más humana?
Hoy, más que nunca necesitamos un sistema que confíe en sus profesores, que nos dé espacio para educar con sentido, no solo con resultados. Que se entienda que formar a un joven es también enseñarle a enfrentar la vida, no solo a pasar pruebas. ¿Estamos dispuestos a cambiar? ¿O seguiremos celebrando cifras mientras nuestros estudiantes y docentes se apagan en silencio?
Juan Pablo Catalán Cueto, Profesor Investigador Universidad Andrés Bello
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