Académico Departamento de Humanidades,
UNAB, Viña del Mar.
Es probable que la mayoría de quienes nacimos entre la segunda mitad y la postrimería del siglo XX hagamos una asociación mental mecánica e implícita entre el concepto de crisis y Haití. La historia del país caribeño refrenda esto: desde la revuelta de esclavos que desembocó en su independencia de Francia en 1804, hasta el siglo XXI, su acaecer ha estado teñido por la inestabilidad económica y la debilidad institucional, el constante temor a la invasión y la contradictoria necesidad de intervención; el cíclico desplazamiento forzado de ciudadanos, el conflicto civil fratricida como solución a problemas persistentes y, como un zumbido permanente, la tentación autoritaria, fortalecida a la sombra y beneplácito de las potencias de turno y el vudú, como una vía hacia la esquiva estabilidad. Alejo Carpentier, inspirado por la historia de aquella isla vecina a su natal Cuba, publicó en 1949 El reino de este mundo, novela seminal que marcó no solo el escenario literario latinoamericano, sino que, además, propuso “lo Real Maravilloso” como una forma de explicar el continente: lo que maravilla, sorprende y rompe con la normalidad es parte nuestra. Pero se debe tener fe y creer para que lo maravilloso funcione. Carpentier, quizás, pensando en la imposibilidad de separar magia y realidad en Haití, comprendió que lo mejor es que su historia se explique mediante lo primero, lo maravilloso, porque, finalmente, hace mayor sentido.
La crisis política y de seguridad que ha estallado en las últimas semanas, no se puede comprender si antes tener en cuenta los factores ya mencionados. La Organización Internacional para las Migraciones estima que el número de desplazados, a la primera semana de abril, es sobre 300.000. De ellos, 100.000 son internos y, al menos hasta marzo, han habido más de 12.000 retornos forzados por países vecinos. Las condiciones de estos grupos son críticas: precariedad alimentaria y problemas de higiene y salubridad; exposición a la violencia y captura por parte de bandas criminales que operan en todo el país. Estas, con una estructura organizacional vertical, tienen ciertas condiciones problemáticas a las cuales poner atención, pues sus miembros tienen preparación militar o policial, es decir, provienen, si no del centro mismo de las instituciones de orden, de los lindes del Estado. El caso más emblemático es el de Jimmy “Barbecue” Chérizier, expolicía y hoy líder de la unión de dos pandillas: “G-9” y la “Familia”. No está demás declarar que estos grupos dedicados al tráfico, secuestro y otros delitos violentos, persiguen lo que toda asociación ilícita busca: la infiltración, captura y control del Estado. La preocupación de la comunidad internacional parece estar enfocada en el impacto migratorio, la violación fronteriza y sus efectos. En el último tiempo se ha visto un endurecimiento, masificación y aceptación del discurso antiinmigrante, reforzado, además, por el período eleccionario global —desde la retórica electoral de Trump, hasta los guiños alcaldicios en Chile—. Acerca del desgaste internacional que permitió la proliferación de este fenómeno, habría que ahondar después. El verdadero problema de Haití es el no atacar la raíz: la inestabilidad del “fallido” estado, partiendo por la eliminación de pandillas, detectando su infiltración institucional y la comunicación con otros grupos latinoamericanos. Porque el verdadero problema es la exportación de modelos criminales y para detenerlo se requiere cooperación internacional efectiva, más allá de discursos y retóricas de la lástima. Eso es lo real y lo no maravilloso.
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