Halloween es una de esas celebraciones que llegaron para quedarse y es que los disfraces y los dulces son la excusa perfecta para celebrar en una época del año en que el clima llama a salir, por fin, de la casa.
La historia de Halloween en sí es ampliamente conocida, pero ¿cómo comenzamos los seres humanos a usar disfraces?, ¿por qué nos disfrazamos?
Según Javiera Fernandoy, académica de Diseño de Vestuario y Textil del Campus Creativo de la Universidad Andrés Bello (UNAB), el acto de cubrir el cuerpo con ornamentos o textiles tiene una historia mucho más antigua que el entretenimiento.
“El uso de textiles y ornamentos para cubrir el cuerpo se remonta a la prehistoria, y su propósito responde a funciones prácticas, como protegerlo de los elementos, así como también a funciones de carácter simbólico e identitario”, explica. En esas raíces, agrega, puede encontrarse el origen mismo de la práctica de disfrazarse.
En las culturas prehistóricas y tradicionales, las máscaras, pinturas corporales y pieles de animales eran símbolos de conexión con lo divino. Vestirse como un ser espiritual o animal sagrado no era un juego, sino una forma de adquirir su poder o protección.
Con el tiempo, esa función ritual derivó en usos más seculares, como el teatro en la antigüedad clásica, donde las máscaras ayudaban a representar emociones y arquetipos reconocibles. “Les permitían a los actores despersonalizarse y representar distintos personajes, mientras que al público le facilitaban identificarse con los ideales que se representaban”, comenta Fernandoy.
El siguiente gran salto vino con los carnavales y las fiestas populares europeas. Desde los cultos a Dionisio hasta el Carnaval de Venecia, el disfraz se transformó en una herramienta de liberación y transgresión.
Las máscaras ofrecían anonimato en contextos donde las normas sociales eran rígidas. “Al esconder su identidad, las personas se encontraban protegidas ante la mirada juiciosa de la sociedad, pudiendo liberar sus pasiones e instintos más reprimidos”, señala la académica.
En eventos como las Saturnales romanas o los bailes de máscaras de la Europa moderna, el disfraz permitía invertir temporalmente el orden social: reyes que se vestían de campesinos, bufones que jugaban a ser nobles.
Con la Revolución Industrial, el disfraz se democratizó. Los avances textiles y el surgimiento de una clase media con mayor poder adquisitivo hicieron posible su producción masiva. “El siglo XIX y XX marcaron la estandarización y comercialización del disfraz, especialmente con el auge del cine, la televisión y los cómics”, explica Fernandoy.
Empresas como Ben Cooper Inc. o Rubie’s Costume transformaron esta práctica en una industria global, ligada al ocio y el consumo.
Halloween, tal como lo conocemos hoy, es fruto de esa evolución. Su origen está en la festividad celta de Samhain, que marcaba el fin de la cosecha y el inicio del invierno, cuando “el velo entre el mundo de los vivos y los muertos se hacía más delgado”.
Para ahuyentar a los espíritus, las personas se vestían con pieles y máscaras que los ayudaban a mimetizarse con ellos. Con el tiempo, y tras la influencia del cristianismo y las migraciones irlandesas a Estados Unidos, la tradición mutó hacia una celebración secular y comercial, enfocada en la infancia y en el entretenimiento comunitario.
En tanto el Día de los Muertos tiene su origen en rituales prehispánicos, Mesoamericanos, quienes celebraban a sus ancestros y, a diferencia de la visión celta, veían a la muerte como una parte de vida.
En ese contexto la celebración del Día de Muertos tenía un fin más bien conmemorativo en que familiares y amigos homenajean a los fallecidos, con altares y ofrendas de alimentos y bebidas. Entre los elementos distintivos están las calaveras y flores de cempasúchil para honrar a los difuntos.
Fernandoy distingue dos grandes formas contemporáneas de entender la festividad: “Mientras en México el Día de los Muertos representa una experiencia comunitaria y ritual de identidad y memoria colectiva, el Halloween estadounidense se centra en la performance individual, en una liberación moral y simbólica donde el disfraz permite explorar identidades tabúes, grotescas o burlescas”.
En ambos casos, el disfraz sigue cumpliendo una función ancestral: conectar al individuo con aquello que teme, desea o imagina ser. Desde las máscaras de animales sagrados hasta los trajes de superhéroes o monstruos, lo que cambia no es la intención, sino el contexto. “El disfraz ha sido siempre un medio para transformar, aunque sea por unas horas, quiénes somos y cómo nos mostramos ante los demás”, concluye Fernandoy.
Así, entre lo sagrado y lo lúdico, el disfraz continúa siendo un espejo de nuestra identidad: un lenguaje visual que atraviesa los siglos, capaz de reflejar tanto nuestras sombras como nuestros sueños.
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