Dr. (c) Psicología. Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Jefe de Carrera Trabajo Social UST Viña del Mar
Cada 2 de abril se multiplican las iniciativas para visibilizar el autismo: campañas en redes sociales, actividades escolares, edificios iluminados de azul. Sin embargo, más allá del gesto simbólico, poco se discute sobre quiénes sostienen, día a día, los procesos de inclusión de niñas y niños dentro del espectro autista. En Chile, como en muchos otros contextos, ese trabajo recae casi exclusivamente sobre las mujeres: madres, abuelas, tías, cuidadoras.
Esta situación configura una forma de exclusión de segundo orden, silenciosa pero persistente. Mientras las políticas públicas celebran avances en inclusión, lo que se observa es una sobrecarga estructural que obliga a las mujeres a convertirse en gestoras, intermediarias y defensoras de derechos básicos. Son ellas quienes articulan el acceso a la educación, a la salud, a los apoyos especializados. Quienes adaptan sus rutinas laborales y familiares. Quienes muchas veces deben abandonar sus proyectos personales para garantizar el bienestar de sus hijos e hijas.
La llamada “Ley TEA” (Ley 21.545), recientemente promulgada, ha sido presentada como un paso significativo en la promoción de derechos para personas dentro del espectro autista. No obstante, sus efectos concretos aún son limitados. Persisten brechas de implementación, barreras institucionales y una lógica que individualiza el problema, descargando sobre las familias —y dentro de ellas, sobre las mujeres— la responsabilidad de lograr lo que el sistema aún no garantiza: una inclusión real, efectiva y digna.
Hablar de inclusión sin considerar la distribución desigual del trabajo de cuidado es sostener una narrativa parcial. La perspectiva de género permite comprender que no se trata solo de apoyar a niños y niñas autistas, sino también de transformar las condiciones que reproducen la invisibilización y precarización de quienes los acompañan. Las cuidadoras no solo sostienen la inclusión: la hacen posible con su tiempo, su energía y, muchas veces, a costa de su salud física y mental.
Este 2 de abril, además de generar conciencia sobre el autismo, urge ampliar la conversación:
¿quiénes están sosteniendo los avances en inclusión?, ¿qué rol cumple el Estado?, ¿cuánto de lo que celebramos depende del sacrificio silencioso de mujeres que enfrentan esta realidad con escaso apoyo institucional?
Visibilizar esta dimensión no es un gesto simbólico. Es una exigencia ética. Porque la inclusión también se escribe en femenino.
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