Las sociedades evolucionan sin cesar, adquiriendo diferentes modos y formas de relacionarse. Tradiciones mutan, otras se transforman hasta dejar de existir como se las conocía, dando cabida a nuevos rituales que reflejan los cambios culturales y sociales de cada época.
Sin embargo, la Navidad se ha mantenido como un pilar inquebrantable. Si bien se modifican y actualizan ciertos modos —por ejemplo, esos olores inconfundibles que, al percibirlos, nos hacen exclamar “¡huele a Navidad!”—, su esencia profunda resiste cualquier intento de cambio radical, anclada en un sentimiento colectivo que trasciende el tiempo.
En todo el mundo se celebra y festeja la Navidad; podemos decir que el planeta entero entra en un estatus de “Modo Navidad”. Aunque su origen religioso busca conmemorar el nacimiento de Jesús, se ha transformado en una celebración que articula temas culturales, sociales y familiares. Está llena de símbolos: el pesebre, el árbol de Navidad, los regalos, la comida abundante. Pero, junto con ellos, aparecen ciertas demandas que comienzan a estresar y enfermar a las personas. Existe una competencia que nadie dice explícitamente, pero cuyo fantasma se asoma para aparentemente cancelar o apagar la festividad.
Allí encontramos casas cada vez más adornadas, con muchas luces por doquier; surge entonces la pregunta implícita: ¿quién tiene la mejor casa adornada? Los especialistas comienzan a hacer el llamado de cuidado con el origen de esas luces, para evitar posibles desgracias como incendios. Luego aparecen los árboles y sus adornos, que ya no tienen el clásico aroma a pino. Antes, el pino era natural, se adornaba en familia, y año a año acompañaba a la familia hasta que crecía tanto que había que desecharlo o plantarlo en algún lugar donde hubiese espacio suficiente para su crecimiento. Hoy los árboles se arman solos —sí, por arte de magia navideña— y luego se guardan hasta el otro año; casi un trámite impersonal que pierde el encanto compartido, donde lo más importante era sellar el momento con la estrella en lo alto del árbol.
Los regalos, cuya tradición está inspirada en los Reyes Magos, se transforman en un desafío y odisea por conseguir y cumplir con lo solicitado al Viejo Pascuero —que dudo sea a través de la tradicional carta—. Según datos de la Cámara Nacional de Comercio, en promedio las familias gastan alrededor de $124.000 por persona. Pero recordemos que no todos pueden hacer ese gasto, lo que lleva a ocupar las tarjetas plásticas para poder acceder. Todos quieren celebrar, y eso está perfecto, pero tratemos de que no sea algo que aumente los niveles de endeudamiento, estrés y exclusión social.
Desde allí, ha llamado la atención una energía positiva que se percibe: el retomar la esencia, lo familiar, valorar ese encuentro con los seres queridos, incluyendo y considerando todas las formas de hacer y conformar familia —¡mientras más sean, mejor! —. El encuentro en ese lugar donde todos caben, hasta aquel vecino o vecina que por distintos motivos está solo/a en estas fechas. ¡Bienvenidos! Y para no sobrecargar a quienes reciben y abren sus puertas, cada uno aporta con algo para la cena, evocando al clásico malón de los años ochenta, ese espíritu colaborativo de antaño.
Incluso, existe una casa comercial que está llamando a valorar lo sencillo, con frases alusivas a dar esos abrazos pendientes, devolver aquello que nos llevamos hace un tiempo, ponerse la camisa que le gusta y hace feliz a la abuela. También están los grupos que se organizan, sin otra razón que hacer feliz a otro: recolectan regalos para quienes están en situación de vulnerabilidad o que por diferentes motivos no están con sus familias y seres queridos, de modo que nadie se quede sin su regalo.
Aparecen las cajas navideñas, que se han mantenido pese a la irrupción facilitadora de las gift cards —pero no hay nada igual que armar una caja o varias con productos diferentes, donde cada uno aporta de manera colaborativa para asegurar, o al menos intentar, que esa familia tenga una cena digna—. El amigo secreto modo oficina o colectivos, donde el regalo es la excusa; lo que importa es la pausa para compartir y reír.
Por tanto, pese a los cambios y avances, uno puede sostener que la Navidad se siente y vive aún desde el corazón. Encontrarnos con nuestros niños internos, evocar y pensar en ese regalo o aquella Navidad que nos hizo más felices, ese es el espíritu que debemos mantener. Esa es, precisamente, la magia de la Navidad. Feliz Navidad para todos.
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