Durante décadas hemos pensado que el aprendizaje ocurre exclusivamente dentro de jardines, escuelas y universidades. Espacios con horarios, materias y reglamentos pensados para socializar a niños, niñas y jóvenes y formar ciudadanos competentes. Pero esa imagen ya no se puede seguir sosteniendo. El aprendizaje desborda los muros de las instituciones educativas, pues sucede también en redes sociales, comunidades online, laboratorios, centros culturales, plataformas digitales y entornos de trabajo. Por ende, los currículos se ven cada vez más alejados de la práctica real, los horarios desentonan con la vida familiar, y muchas evaluaciones siguen ignorando aprendizajes que ya están ocurriendo fuera del aula.
Frente a esto, necesitamos cambiar el enfoque. Empezar a pensar las instituciones educativas no como únicas ni autosuficientes, sino como nodos dentro de una red más amplia de contextos donde sucede la educación. Esto no debilita su papel, lo fortalece. De hecho, por ejemplo, la escuela sigue siendo la única institución que todas las personas atraviesan sin importar su origen, situación económica o capital cultural. En lugar de cerrar estas instituciones para protegerlas, deberíamos fortalecerlas como espacios con una nueva finalidad: articular trayectorias. Es allí donde las experiencias tan ricas y variadas de aprendizaje pueden encontrar coherencia, ser reconocidas y transformarse en una dirección clara y significativa.
Un sistema distribuido e interconectado como este, naturalmente, presenta desafíos. Uno es la dispersión: que la educación se fragmente en una colección de actividades inconexas. Para evitarlo, hace falta un relato curricular consistente y figuras que acompañen el recorrido de los estudiantes. Otro riesgo es que un solo contexto —por ejemplo, el trabajo— termine imponiendo su lógica sobre el resto. Para prevenirlo, necesitamos diversidad con estándares compartidos de calidad, criterios claros de reconocimiento y mecanismos que valoren la articulación más que la uniformidad. En definitiva, hay que dejar de pensar en estructuras fijas y empezar a hablar de trayectorias.
Este cambio no es sólo teórico. Afecta también decisiones concretas en la política educativa y en la vida cotidiana de los jardines, las escuelas y las instituciones de educación superior. Hace falta un currículo más flexible, capaz de adaptarse a distintos entornos sin perder profundidad. Evaluaciones centradas en el progreso y en la combinación de experiencias, no en fotos fijas. Formas de gobernanza distribuidas, con instituciones que no acaparen, sino que coordinen. Y tiempos y espacios más porosos: jornadas combinadas, trabajo de campo, microcredenciales y recorridos formativos diversos, sin trabas burocráticas.
Este nuevo enfoque también transforma los roles. Los docentes dejan de ser transmisores para convertirse en curadores de trayectorias. Los directivos pasan a orquestar alianzas. Las y los estudiantes se vuelven protagonistas activos de un camino que deben aprender a vivir, a gestionar y a narrar. Las familias se convierten en aliadas en el diseño de esos recorridos. Y la tecnología deja de ser un objetivo en sí mismo para funcionar como la infraestructura que permite sostener todo esto: desde credenciales abiertas hasta registros portables y herramientas de seguimiento personal.
No se trata de diluir las instituciones educativas, sino de potenciar su vocación pública. Cuando funcionan como nodos, sus radios de acción se amplían y se vuelven más pertinentes y legítimas. La pregunta, entonces, ya no debería ser cómo blindar a estas instituciones frente a lo que pasa en la sociedad, sino cómo abrirlas para que realmente preparen a niños, niñas y jóvenes para vivir vidas plenas en ella. Esa es, en última instancia, nuestra tarea: garantizar a cada estudiante una trayectoria de aprendizaje exigente, coherente y conectada con la vida real. Ese es el horizonte.
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