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Detectores de metales: la trampa de la seguridad en las escuelas

Por Jaime Fauré, académico de Psicopedagogía, Facultad de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andrés Bello

En los últimos meses, diferentes voces han vuelto a poner sobre la mesa la idea de instalar detectores de metales en las escuelas e institutos. De todas las malas ideas que periódicamente surgen para enfrentar los problemas del sistema educativo, pocas son tan malas como ésta. No falta quien, con la intención de demostrar autoridad y control, se tienta con el espejismo que representa la seguridad entendida como espectáculo: dispositivos grandes y filas de estudiantes siendo escaneados como sospechosos. Pero ¿es realmente sensato convertir los espacios educativos en puntos permanentes de vigilancia y desconfianza?

El impulso de llenar las escuelas e institutos de detectores no nace de un diagnóstico grave. De hecho, no existe evidencia robusta de que sostenga que estas medidas disminuyan la violencia escolar. Por el contrario, lo que sí sabemos es que este tipo de medidas terminan reforzando la percepción de peligro, rompiendo los vínculos de confianza entre estudiantes y autoridades, y trasladando a las aulas la lógica del control carcelario. ¿Por qué querríamos que los cuerpos de nuestros niños, niñas y adolescentes sean escaneados y sus mochilas revisadas? ¿Por qué querríamos tratarlos como amenazas?

Convertir las escuelas en aduanas de personas no hace frente a ninguna de las verdaderas causas de la violencia en los espacios educativos. Quizás su presencia puede disuadir conductas muy específicas, pero lo cierto es que no aborda el verdadero origen de los conflictos, ni resuelve las tensiones socioculturales que atraviesan a las comunidades escolares. Al contrario, contribuye a deteriorar los vínculos, a profundizar el distanciamiento entre estudiantes y autoridades, a naturalizar la desconfianza como norma. Solo ofrece una ilusión de control, mientras el resentimiento, la alienación y el abandono siguen fermentando bajo la superficie.

Vale la pena señalar que la instalación de estos sistemas implica un costo no menor, tanto económico como simbólico. Por un lado, los recursos destinados a comprar y mantener detectores de metales podrían ser invertidos en programas de apoyo psicosocial, en mediadores escolares, en formación docente para la resolución de conflictos. Por el otro, en lugar de construir confianza y comunidad se optaría por reforzar la vigilancia y el control, como si esos fueran sustitutos aceptables para el tejido social que la escuela debería fortalecer. El mensaje que se envía es, a mi juicio, brutal: no confiamos en ustedes, así que mejor los vigilamos.

El debate sobre los detectores de metales revela algo incómodo: nuestra facilidad para aceptar soluciones espectaculares y punitivas, incluso cuando sabemos que no funcionan. Es más fácil instalar máquinas que sentarse y reconstruir comunidades. Es más barato políticamente mostrar dureza que apostar por la paciencia pedagógica. Pero las escuelas no son —ni deben ser nunca— zonas de guerra.

No se construye una cultura escolar sana a punta de alarmas. Lo que necesitamos es exactamente lo contrario: abrir espacios de diálogo, reconocer los malestares de fondo, confiar en la capacidad de los estudiantes de ser protagonistas de su propia transformación. Apostar por la comunidad, no por la sospecha.

El mensaje está claro: no nos rindamos ante el miedo.

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