Desde el inicio de su pontificado, Francisco optó por una lógica de involucramiento directo, sin rodeos y con gestos concretos. Visitó numerosos países y, en ese recorrido, Chile ocupó un lugar relevante. En su paso por nuestro país, además de realizar actos litúrgicos masivos, desplegó una narrativa de acogida, especialmente hacia grupos históricamente desplazados. Lo hizo en coherencia con frases como “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”, lo que abrió una nueva etapa discursiva dentro del Vaticano. No fue menor su condena a las guerras y a los abusos de poder, ni su llamado explícito a renovar la esperanza en el otro, incluso en aquellos que vienen “de tierras lejanas, trayendo costumbres, formas de vida e ideas desconocidas”.
Su condición de jesuita —el primero en la historia en llegar al papado— no es un dato menor. Representa una corriente dentro del catolicismo que, a diferencia de posturas conservadoras como la del Opus Dei, ha tendido históricamente hacia una visión más progresista. Esto marcó tensiones internas no resueltas del todo, y que ahora, con su partida, se reactivan en el debate sobre el rumbo que deberá tomar la Iglesia. El próximo Papa enfrentará el dilema de dar continuidad a esta línea o retroceder hacia formas más tradicionales, como se evidenció en el contraste entre Francisco y sus predecesores, Benedicto XVI y Juan Pablo II.
La salud de Bergoglio, que se fue deteriorando con el tiempo, también condicionó su despliegue político-religioso en los últimos años. Aun así, mantuvo posiciones firmes frente a los abusos dentro de la Iglesia, incluso si en algunos casos, como el del obispo chileno Juan Barros, reaccionó inicialmente con errores que luego reconoció públicamente. Esta capacidad de admitir equivocaciones forma parte del mismo legado de humanización que impulsó en los niveles más altos del clero.
El cambio de Papa no es una mera sucesión protocolar, afecta directamente a los fieles, a la estructura de poder del Estado Vaticano, y al modo en que la Iglesia se proyecta en un mundo atravesado por conflictos ideológicos, desigualdad y migraciones. Mientras no se elija a un nuevo pontífice, se instala una sensación de orfandad doctrinaria, y el cónclave que se avecina tendrá la tarea de definir si este ciclo termina aquí o si el legado de Francisco se institucionaliza en una nueva etapa. Porque, al igual que en cualquier otro Estado, la Iglesia también convive con corrientes internas, con disputas de poder y con identidades en pugna. La elección del sucesor definirá si la mirada de Bergoglio se convierte en una excepción histórica o en un punto de inflexión duradero.
Felipe Vergara Maldonado
Analista internacional
Universidad Andrés Bello
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