La frase “los hombres no lloran” parece una broma inofensiva que se escucha desde la infancia. Pero detrás de esa consigna hay un mensaje insistente: los hombres deben ser fuertes, autosuficientes, racionales, casi de piedra. En un mundo donde se considera normal hablar con entusiasmo de partidos, negocios o incluso de apuestas en línea en sitios como https://chile-parimatch.cl/, sigue siendo incómodo que un hombre diga “estoy triste”, “tengo miedo” o “necesito ayuda”.
Desde pequeños, muchos niños reciben un guion emocional muy claro: no llorar, no quejarse, no mostrar miedo. Si se caen y se hacen daño, alguien les dice que se levanten “como hombre”. Si algo les duele por dentro, se espera que lo soporten en silencio. Con el tiempo, ese aprendizaje se vuelve un hábito rígido.
Las normas de género que exigen dureza hacen que muchos hombres se desconecten de lo que sienten. No es que no tengan tristeza, vergüenza o ansiedad; es que han aprendido a no ponerles nombre, a taparlas con trabajo excesivo, bromas, alcohol, sexo o ejercicio extremo. El resultado suele ser un malestar difuso que cuesta identificar como depresión y que se oculta bajo una fachada de normalidad.
Además, en muchos contextos se premia al hombre que “aguanta todo”. Se le considera responsable y resistente. Pocas veces se pregunta cuál es el costo emocional de sostener esa imagen imperturbable durante años.
Cuando pensamos en depresión solemos imaginar a alguien que llora, que se siente culpable, que no tiene energía. Sin embargo, en los hombres la depresión puede tomar formas diferentes y más difíciles de reconocer, tanto para ellos como para su entorno.
En lugar de lágrimas evidentes, puede aparecer irritabilidad constante, explosiones de rabia, conductas impulsivas o adicciones. Un hombre deprimido puede no decir nunca “me siento triste”, pero volverse cada vez más sarcástico, más frío, más distante. Puede aumentar su consumo de alcohol, pasar horas frente a pantallas o alargar su jornada laboral para no tener que enfrentarse a su vacío interior al llegar a casa.
También es frecuente que se somatice el malestar: dolores de cabeza o espalda, tensión muscular, problemas gastrointestinales, insomnio o fatiga persistente. En culturas donde los hombres tienen permitido hablar del cuerpo pero no de la mente, los síntomas físicos funcionan como una máscara respetable del sufrimiento emocional.
¿Por qué cuesta tanto pedir ayuda? En gran medida, porque la vulnerabilidad se interpreta como fracaso. El ideal de masculinidad hegemónica se basa en la autosuficiencia: el hombre debe poder solo con todo, resolver, proteger, dirigir. Si admite que está mal, siente que deja de merecer respeto.
A ese miedo se suma el temor al rechazo: “si digo que estoy deprimido, me van a juzgar, se van a alejar, no van a confiar en mí”. Muchos hombres han recibido comentarios hirientes cuando han intentado abrirse: “no es para tanto”, “pon de tu parte”, “estás exagerando”. Después de un par de respuestas así, es lógico dejar de hablar.
El resultado es el silencio. El hombre se aísla y se convierte en una isla emocional. Desde fuera puede parecer que está “bien”, que todo está bajo control. Por dentro, en cambio, puede sentirse solo, cansado y sin sentido.
Romper con estas normas de género no ocurre de un día para otro, pero puede empezar con gestos concretos y cotidianos:
El cambio tampoco depende solo de los hombres. Las personas cercanas y las instituciones tienen un rol decisivo. Escuchar sin ridiculizar, evitar los estereotipos y tomar en serio el sufrimiento emocional masculino son gestos que abren espacio para la sinceridad. Frases como “tienes derecho a sentirte así” o “gracias por confiar en mí” pueden marcar una diferencia.
A nivel social, los medios de comunicación, las escuelas y los lugares de trabajo pueden mostrar modelos de masculinidad más diversos: hombres que cuidan, que hablan de sus miedos, que expresan afecto y piden ayuda.
Cuestionar la frase “los hombres no lloran” no significa negar que existan diferencias individuales en la forma de sentir o reaccionar. Significa, más bien, dejar espacio para que cada hombre pueda ser como es, sin tener que encajar en un molde rígido que le exige renunciar a su humanidad.
Una masculinidad más humana reconoce que la tristeza, el miedo y la inseguridad no son defectos, sino partes inevitables de la experiencia de estar vivo. Reconoce también que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de valentía y responsabilidad. Romper el silencio sobre la depresión masculina es, en última instancia, un acto de cuidado mutuo que beneficia a todos, porque permite vínculos más sinceros y una idea de fortaleza menos rígida y más humana.
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