Desde la psicología, cabe preguntarse por qué se produce este consumo. Al observar las trayectorias individuales de muchos conductores, aparecen historias de deprivación social, contextos socioculturales que normalizan el uso de alcohol y drogas, e incluso una alimentación deficiente que, desde edades tempranas, se intenta suplir con sustancias. A ello se suman rasgos de impulsividad y dificultades para regular las emociones, donde el consumo se utiliza como una vía para alcanzar una “falsa calma” o sensación momentánea de bienestar.
Otro factor relevante es la pesada carga laboral. Jornadas extensas, escasos tiempos de descanso y exigencias físicas y mentales elevadas llevan a algunos choferes a consumir sustancias para “mantenerse despiertos” o sentir mayor energía. Si bien ciertas drogas generan un efecto inmediato de activación cerebral, el deterioro posterior obliga a aumentar las dosis para sostener ese efecto, configurando un círculo vicioso que desemboca en dependencia. En algunos grupos, además, estas prácticas se normalizan, minimizando sus consecuencias pese al conocimiento de los riesgos.
El transporte público exige capacidades cognitivas complejas: atención sostenida, toma rápida de decisiones, anticipación de riesgos y adaptación constante a un entorno cambiante. El consumo de cocaína, por ejemplo, incrementa la impulsividad y la falsa sensación de control, volviendo al conductor más irritable y fatigable. El cannabis, en tanto, afecta la atención, el juicio y el tiempo de reacción, habilidades críticas para una conducción segura.
Frente a esta realidad, se requieren medidas integrales. No basta con exigir licencia de conducir; es necesario complementar con procesos de selección que permitan detectar indicios de consumo. Asimismo, deben existir controles permanentes y sanciones efectivas, acompañadas de una adecuada planificación de las jornadas laborales, que considere tiempos reales de descanso, alimentación y recuperación.
Finalmente, la responsabilidad también recae en las empresas. Iniciativas como la “Ley Alberto” apuntan a reforzar los controles, pero su eficacia depende de una aplicación rigurosa. Cuando está en juego la vida de las personas, la conducción bajo consumo de drogas debe enfrentarse con una política de tolerancia cero, clara y sostenida en el tiempo.
Dra. Miriam Pardo Fariña, académica de Psicología UNAB
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