Las palabras no son solo descripciones de la realidad; son formadoras de mundo. Nombrar una medida como vigilancia no es inocente. Vigilancia remite al control, a la observación permanente, a la sospecha como punto de partida. En su raíz está la desconfianza: alguien mira porque espera que algo se desvíe, se rompa, se transgreda. Es una palabra que nace en la lógica del resguardo frente a la amenaza y que, al instalarse en la escuela, corre el riesgo de desplazar el sentido educativo del conflicto hacia una lectura policial o disciplinaria. Bajo esa lógica, el conflicto deja de ser una oportunidad de aprendizaje y se transforma en una falta que debe ser anticipada y contenida.
Sin embargo, negar la existencia de los conflictos sería igualmente irresponsable. La escuela no puede sostenerse solo en un discurso idealizado de la convivencia. Hay tensiones reales, violencias concretas, situaciones de riesgo que exigen respuestas claras y condiciones mínimas de seguridad. El problema no es reconocer esa necesidad, sino el modo en que la nombramos y la integramos al proyecto formativo. Aquí es donde las palabras vuelven a ser decisivas.
En este sentido, hablar de cuidado abre otra posibilidad. El cuidado no elimina el conflicto, pero lo sitúa en una trama ética distinta. Cuidar no es vigilar para sancionar, sino atender para proteger; no es controlar desde la distancia, sino hacerse responsable de un espacio compartido. Muchas universidades han avanzado en esta dirección al hablar de cuidados básicos: sistemas de apoyo, protocolos de acompañamiento, resguardo de espacios comunes. No como dispositivos punitivos, sino como condiciones necesarias para que la vida educativa pueda desplegarse con dignidad y tranquilidad.
Formar con las palabras de la escuela implica, entonces, un doble movimiento. Por una parte, educar en un lenguaje que no reduzca la convivencia a control ni la autoridad a vigilancia. Por otra, sostener palabras que permitan nombrar el conflicto sin negarlo ni banalizarlo. La escuela necesita palabras para pensar el límite, la responsabilidad, el resguardo; pero también necesita palabras para la escucha, la reparación y el encuentro.
El riesgo de una escuela saturada de vigilancia es que termine educando en la desconfianza. El riesgo de una escuela que renuncia a toda forma de cuidado es la fragilidad absoluta. Entre ambos extremos, la tarea pedagógica es delicada y exige reflexión: construir un lenguaje común que permita abordar los conflictos sin perder el sentido formativo de la experiencia escolar.
Carmen Gloria Garrido, directora Escuela de Educación UNAB
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