El caso del profesor de un liceo en Limache —grabado gritando a un estudiante en medio de un debate sobre Pinochet— se convirtió rápidamente en tema nacional. El ministro de Educación, Nicolás Cataldo, lo condenó; el alcalde suspendió al docente; el presidente del Colegio de Profesores, Mario Aguilar, lo calificó como “un error” pero advirtió sobre el estrés laboral; parlamentarios exigieron sanciones, y otros pidieron considerar el contexto. Más allá de estas reacciones, lo ocurrido revela un problema mayor: la fragilidad del diálogo en nuestras escuelas y en la sociedad.
En los últimos años, la convivencia escolar se ha visto tensionada por el aumento de la violencia entre estudiantes, agresiones a docentes y conflictos internos en las escuelas. La sala de clases, que debería ser un espacio de encuentro, se ha vuelto vulnerable a la lógica de la confrontación. Detrás de todo esto, hay un cúmulo de factores: estrés docente, sobrecarga laboral, falta de apoyo psicosocial y un clima social que normaliza el grito por sobre la palabra.
A ello se suma un cambio profundo en la manera en que se relacionan muchos jóvenes, marcado por interacciones rápidas, fragmentadas y mediadas por pantallas. En redes sociales, la exposición constante a discusiones polarizadas y a respuestas inmediatas —a menudo irónicas o agresivas sin argumentos— moldea estilos comunicativos que privilegian el impacto sobre la escucha y la confrontación sobre el acuerdo. Estos patrones se trasladan al aula, dificultando que el desacuerdo sea una oportunidad de aprendizaje. Todo o nada.
El problema, en este sentido, no se limita al sistema escolar. También está presente en la política nacional. Los recientes cruces entre los candidatos presidenciales son ilustrativos: los desacuerdos legítimos sobre política parecen derivar rápidamente en descalificaciones y ataques. No hay punto medio. Nadie transa. Con elecciones en el horizonte, la tendencia a polarizar parece imponerse sobre la voluntad de construir acuerdos. Y si en el nivel donde se toman las decisiones colectivas el diálogo se sustituye por el ataque, difícilmente las escuelas podrán enseñar otra cosa. ¿Por qué enseñarían otra cosa?
Por eso, pensar que la solución pasa solo por sancionar al profesor o reforzar protocolos disciplinarios es quedarse en lo superficial. El verdadero desafío es cultural, es reconstruir el diálogo como eje de la educación y de la vida democrática. Dialogar no es solo hablar, como en los programas de televisión; es escuchar incluso cuando no se coincide, y ceder cuando es necesario para alcanzar un punto común. Y estas habilidades no nacen solas: se enseñan, se practican y se modelan en todos los espacios, desde la sala de clases hasta el Congreso. ¿Nos preguntamos hasta qué punto colaboramos con esta enseñanza?
El episodio de Limache no debe quedar como un video viral más. Es una verdadera advertencia: cuando se rompe el diálogo, se erosiona la convivencia escolar y también la promesa democrática de resolver nuestras diferencias sin destruirnos. Aprender a dialogar, a escuchar y a ceder no es un lujo; es una condición para vivir juntos en paz. Y esa tarea, como país, no podemos postergarla.
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