Quizás ningún sistema social, como lo llamaría Luhmann, encarne mejor esta tensión que la Iglesia católica. Por un lado, una institución bimilenaria, anclada en piedra, que se define a sí misma por la fidelidad a su fundador; por otro, una comunidad viva, atravesada por las convulsiones de cada época, que no puede dejar de confrontarse con los signos de los tiempos. ¿Cómo conjugar ambos movimientos, la conservación y la transformación, sin traicionarse?
Quien suceda a Francisco, lo quiera o no, será llamado a enfrentar ese dilema. No como protagonista único, la Iglesia no se decide desde una sola voz, pero sí como figura simbólica de una nueva etapa. Y esa etapa traerá desafíos que parecen no admitir más aplazamientos.
El primero es el de la sencillez y la transparencia. No en sentido meramente moral, sino como forma de autenticidad institucional. La lógica del secreto, los rituales de opulencia, los gestos heredados de una corte que ya no existe, todo eso ha perdido eficacia simbólica. El Evangelio, por ejemplo, no requiere de guardia suiza ni de títulos de eminencia para decir lo que tiene que decir. Lo que el mundo espera, más bien, es una Iglesia que sea reconocible por signos despojados: la sencillez del pesebre, la simplicidad del pan y la desnudez de una cruz alzada en lo alto.
El segundo es el de ampliar los espacios de participación. El clericalismo no es sólo una distorsión del poder, sino una limitación estructural en la capacidad de percibir. Si sólo un tipo de voz resuena, si sólo ciertas experiencias son consideradas relevantes, las de obispos y sacerdotes célibes, el sistema se vuelve autorreferente, incapaz de registrar los matices del mundo al que dice servir. Incorporar la voz de los laicos, particularmente de las mujeres, así como ampliar las fuentes litúrgicas y la provisión de tradiciones extraeuropeas, no es una concesión: es una condición de universalidad eclesial.
El tercero es la renovación de sus lenguajes. La fe ya no se transmite en una sola clave. La cultura contemporánea se comunica en imágenes, sonidos, símbolos. La parroquia no ha dejado de ser importante, pero no puede seguir siendo el único espacio de encuentro. La homilía no puede ser la única forma de discurso. Hoy, la evangelización ocurre también en el mundo virtual, en una instalación artística, en una conversación digital. La Iglesia no puede seguir hablando y escuchando como si el siglo XXI no hubiera comenzado.
Ignacio Serrano del Pozo
Académico de la Universidad Andrés Bello
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