Académico Facultad de Derecho U. Andrés Bello, sede Viña del Mar
Por décadas, el Poder Judicial fue visto como el menos político y peligroso de los tres poderes del Estado. Ya los padres del constitucionalismo norteamericano, desde sus primeros tiempos, entendieron que este poder —al no depender de ciclos electorales ni estar expuesto a las pasiones del momento— podía actuar como el garante más confiable de las libertades de los ciudadanos. Bajo el principio clásico de separación de poderes, el judicial debía ejercer sus funciones con imparcialidad, independencia y un sólido conocimiento técnico jurídico, lo que lo convertía en el principal dique de contención frente a los excesos del poder político y económico.
En una democracia basada en el Estado de Derecho, los jueces no son meros intérpretes técnicos de normas. Son, ante todo, protectores de derechos fundamentales y árbitros de última instancia. Cuando todo lo demás falla —cuando el poder ejecutivo se extralimita o aparecen abusos a los más débiles— es el poder judicial el que debe restituir el equilibrio y reparar el daño. Por ello, su legitimidad no solo se mide en sentencias, sino en la confianza ciudadana que debe ser el reflejo de su integridad, imparcialidad y profesionalismo.
Por eso, lo que hemos vivido en Chile en los últimos dos años resulta particularmente grave. No hablamos aquí de simples hechos aislados ni de errores administrativos. Hablamos de corrupción: tráfico de influencias, sospechas de manipulación en los sistemas de asignación de causas y vínculos indebidos entre abogados poderosos, jueces de tribunales superiores y funcionarios públicos. Hablamos del “Caso Audios”, del bochorno institucional que supuso la destitución de la ministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco, de la caída del exministro Sergio Muñoz y de la liberación inexplicable de un imputado por sicariato vinculado al crimen organizado transnacional. A estos hechos se suman casos insólitos, como el uso de licencias médicas fraudulentas por parte de jueces y funcionarios judiciales para viajar al extranjero, conducta que no solo transgrede deberes básicos de probidad, sino que daña severamente la imagen pública del Poder Judicial y erosiona la confianza ciudadana en su integridad.
La pregunta que la ciudadanía tiene derecho a formularse es inevitable: ¿estamos ante una crisis del Poder Judicial chileno? La respuesta debe ser cuidadosamente matizada, pero no ambigua. No se trata de una crisis generalizada que afecta a todos los jueces, muchos de los cuales siguen desempeñando su trabajo con independencia y excelencia, sino de una alarma institucional que exige reforzar con urgencia los cimientos éticos y estructurales del sistema judicial, antes de que la excepción erosione la regla y el descrédito sea la normalidad.
Cuando se erosiona la confianza en el poder judicial, lo que está en juego no es solo la reputación de jueces o tribunales. Lo que peligra es la garantía misma de nuestros derechos. Porque si el judicial deja de ser impoluto, si deja de ser un contrapeso real, entonces desaparece el último bastión de protección frente a los abusos de poder. Y cuando eso ocurre, ya no hay derecho, solo fuerza.
Por eso, hoy más que nunca, el sistema judicial chileno debe reformarse con valentía y transparencia. Urge repensar los mecanismos de nombramiento de jueces, establecer controles eficaces frente al tráfico de influencias y asegurar que el principio de probidad no sea solo una consigna ética, sino una exigencia institucional irrenunciable. La historia se encarga de demostrar que la mayoría de las veces la democracia no se derrumba de golpe: se oxida y hueva desde sus pilares. Y el judicial, hasta ahora uno de los más firmes en nuestra historia institucional, muestra hoy señales preocupantes de corrosión y no nos podemos resignar a ello.
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