Director de carrera de Publicidad
Universidad Andrés Bello
En cada ciclo electoral, nuestras calles se convierten en un tablero de colores chillones, rostros sonrientes y frases vacías que compiten por captar una atención cada vez más escéptica. Hoy, al recorrer las avenidas de Concepción —y de tantas otras ciudades del país—, basta una mirada para notar cómo la propaganda política ha vuelto a colonizar los espacios públicos, transformando muros, postes y veredas en un collage improvisado de promesas que, más que informar o inspirar, saturan y desgastan.
El impacto de esta práctica es profundo y negativo. Primero, porque genera una contaminación visual evidente: carteles sobre carteles, lienzos colgando de los árboles, afiches que se desprenden con la lluvia y terminan en las alcantarillas o en el Biobío. La estética urbana, el sentido de pertenencia y el respeto por el espacio común se pierden ante la avalancha de propaganda impresa, muchas veces de corta vida y de larga permanencia en el paisaje. El resultado es un entorno sucio, caótico y hostil.
Pero el problema no es solo ambiental o visual. Esta invasión simbólica de los espacios públicos también refleja una forma anticuada y poco empática de comunicar atención política. La saturación de mensajes idénticos —“cambio”, “esperanza”, “seguridad”, “por un Chile mejor”— termina por vaciar de sentido las palabras. En lugar de conectar con la ciudadanía, estos mensajes generan rechazo, indiferencia e incluso rabia. La gente siente que los candidatos no dialogan con ellos, sino que les gritan desde un cartel.
Somos cada vez más conscientes de la sostenibilidad y la ética comunicacional, pero este tipo de propaganda resulta anacrónica. Las nuevas generaciones y gran parte del electorado urbano valoran las marcas, las causas y los discursos que se construyen con coherencia, creatividad y respeto por el entorno. Sin embargo, muchos equipos de campaña siguen operando bajo la lógica del ruido: mientras más afiches, mejor. Como si visibilidad fuera sinónimo de credibilidad.
No se trata solo de criticar, sino también de aportar, ya que existen caminos alternativos, más sostenibles y creativos. La política podría aprender de la publicidad, del arte urbano, o incluso de las propias comunidades. Campañas que usen materiales reciclados, intervenciones urbanas efímeras que inviten al diálogo en lugar de imponer un rostro, acciones digitales que generen participación real más allá del “me gusta”. Incluso espacios colaborativos donde las personas puedan crear mensajes o plantear sus propias preocupaciones, reemplazando el monólogo del candidato por una conversación colectiva.
El desafío no es solo limpiar las calles, sino limpiar el lenguaje político. La ciudadanía está cansada de ser bombardeada con mensajes que no escuchan. Hoy la confianza en la política es escasa y lo que se necesita no son más lienzos, sino más ideas. No más promesas impresas, sino más empatía expresada con creatividad y responsabilidad.
Tal vez ha llegado el momento de entender que comunicar en política no es llenar espacios, sino darles sentido. Porque un cartel más puede sumar ruido, pero una idea bien expresada tiene el tan buscado poder, de empezar a cambiar algo.
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